Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1964: la Academia, Pilar Paz Pasamar, Manuel Lora Tamayo y Antonio Añoveros
SE me pasó la fecha, pero no quiero que se me escape el propósito. El pasado 21 de marzo se celebró el Día Mundial del Síndrome de Down. En este año, el lema escogido en España para concienciarnos de su problemática -La vida no va de cromosomas- encierra todo un grito de supervivencia frente a cuantos consideran un éxito el exterminio de un colectivo que rápidamente se acerca a su total desaparición. Esta paradójica sociedad nuestra, acomodada y simplista, que tanto se felicita por los avances en la integración del discapacitado, que se enoja con los diccionarios por mantener términos que afean sus presuntos paraísos idílicos, asiste impertérrita al genocidio.
El dato, que por sabido no deja de horrorizar, revela la hipocresía de un mundo ensoberbecido, incapaz de gestionar coherentemente los instrumentos que la ciencia le entrega: entre el 80% y el 90% de los diagnósticos prenatales de Down acaban en aborto voluntario. Se trata, lo creo firmemente, de un verdadero crimen eugenésico, favorecido además por leyes inasumibles, ignorantes de los límites básicos que tutelan la dignidad de todo ser humano.
¿Por su bien? Pues miren, parece que no. En 2011, la American Journal of Medical Genetics publicó varios estudios sobre el impacto en las familias de un hijo con tal síndrome. De ellos, entresaco conclusiones clarificadoras: el 99% de los afectados son felices con sus vidas; al 97% le gusta ser lo que es; el 98% de los padres de estos críos afirman sentirse orgullosos de ellos; sólo el 4% de los mismos se arrepienten de haberlos tenido. Números similares, y hasta bastante mejores, de los que obtendríamos en la artificial orilla de la normalidad.
Lo expresa con pasión y exactitud Pablo Pineda, actor de éxito, escritor prolífico y primer titulado universitario europeo con esta alteración cromosómica: "yo no padezco síndrome de Down, señala, disfruto de ser síndrome de Down". Y es que ni son enfermos, ni tienen menos posibilidades que los demás de alcanzar una vida gratificante y plena.
Da igual. Es predicar en el desierto. Proliferan los oídos sordos, las razones torcidas, las lógicas ilógicas y los corazones duros. Pero aun así, con mínima o nula esperanza, nunca les faltará mi voz: este universo, sin duda ninguna, será peor sin ellos. Con el último que nazca quedará consagrada esa perversa degradación moral que, al cabo, ya sin remedio, nos habrá arrebatado todo rastro de humanidad.
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