Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Cuando era niño me percataba de la celebración de Todos los Santos por dos cosas: por la presencia de nueces y castañas en casa y por la visita, obligada, al cementerio. Poco más. Noviembre siempre ha sido un mes de recogimiento, con un halo triste que lo envuelve, con sabor a nieblas y llovizna, aunque hasta ayer hayamos estado vistiendo de pantalón corto. Por esa sobriedad me han repateado los ansiosos de las zambombas que empiezan a cantar villancicos fuera de todo plazo lógico y sensato. Hoy en día hay que ser muy duro para negarle a niños y niñas que se disfracen de momia, brujita, mago o de Puigdemont rastrero y felón. Lo cierto es que, querámoslo o no, la celebración anglosajona ha venido para quedarse. Y no se va a ir. Tengo amigos en los dos bandos: los que la odian a muerte (nunca mejor dicho) y quienes la consideran una celebración atractiva que permite a los críos interactuar con su vecindario. En fin, como siempre se dice en estos casos, para gustos, colores.

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