La loca de la cuesta hacía lo que le daba la gana, ya fuera la real gana o la republicana. Era la señora de sus antojos. Se permitió, en sus últimos años, reinar a perpetuidad sobre sus cuerdos vecinos. Y lo hizo con una carga de certeza que en muchas ocasiones a estos les hacía pensar si, en verdad, esa mujer que había dejado de cepillarse el pelo por las mañanas en verdad estaba loca. La loca de la cuesta subía y bajaba, paso a paso, portando dentro de su delantal manchado de lamparones su flaca figura. Se levantaba por las mañanas. Nadie sabía si desayunaba. Se sentaba en una vieja butaca de playa a tomar el sol en la fachada de su pequeña casa autoconstruida. Después marchaba para adentro. Un mal día vinieron a buscarla. Eran los "loqueros de Los Pinitos", gritábamos los niños del barrio. Nunca más supimos de ella. Años después visité el psiquiátrico y el alma se me cayó a los pies. Si no estabas loco allí conseguirías estarlo. De la loca de la cuesta nunca más se supo. Ojalá la tortura le fuera leve, como la tierra que desde hace años cubre su sepultura.
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