Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Memento Dylan

Albergo el regusto de haber contribuido a un pequeño diamante de la memoria de esos dos espectadores

La distancia entre un gasto y una inversión es la que va entre lo que se esfuma hasta lo que permanece. Un contable te dirá –no se asuste, será rápido– que mientras que el gasto, en el mejor de los casos, sirve para conseguir ingresos y se va por el desagüe de la cuenta de explotación, la inversión se convierte en un activo. Por ejemplo, el espejismo más grande en un desembolso es el que se produce al adquirir un vehículo y dejarse una cuota inicial de, un poner, 18.000 euros y una final de 35.000, hala, con alegría... para que tu vehículo nunca valga ni la mitad de lo que costó: se trata de un gasto puro, y bastante duro. Un gasto ganso, y permitan la aliteración castiza. Aunque los recuerdos no pueden activarse o computarse en un Balance, sí pueden erigirse, en la existencia de uno, en activos firmes como álamos de la ribera o el eco de la voz de tu madre. Bienes que no sólo no se amortizan –amortizar es prima etimológica de la muerte, de la desaparición–, sino que se revalorizan, cobrando cada vez más vida y valor, del intangible: al valor, sólo el necio lo confunde con el precio.

Hace unos días volvió Bob Dylan, con 82 años, a hacer parada y fonda en nuestra tierra en su Never Ending Tour, una gira incesante que pasea su unicidad y su divino talento por el mundo desde hace ahora 35 años: un monumental trabajo, directo a la eternidad. Tuve que vender mis entradas; por suerte, a una amiga de mi hermano. Según me escribió al día siguiente, en las localidades de la cuarta fila del patio de butacas se conmovieron con Dylan y su banda; Zimmerman –es su apellido, pero suena más judío y menos lírico que Dylan– no se junta más que con gloria en el escenario, aunque haya músicos que declaran que nunca intercambiaron una sola palabra con el de Minnesota en años de gira con él.

Le dije a M. que me sentía contento de haber echado una mano en sumar recuerdos indelebles a su inventario de belleza y emoción. La transacción de entradas volatilizó por compensación el dinero, pero esa experiencia es impagable, y subsidiaria y cómplicemente albergo el regusto de haber contribuido a un pequeño diamante de la memoria de esos dos espectadores a quienes no pongo bien en pie la cara. Quizá no estaría tan conforme –e incluso no me lo perdonaría– si no hubiera visto a Bob Dylan actuar dos veces. Sin que en ninguna de esas ocasiones nadie –salvo sus fieles más sacerdotales– identificara ninguno de sus temas más señalados, esos que a veces toman la parte que silba en el viento como una bala perdida por el todo de un tesoro musical y poético descomunal.

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