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DOS constantes históricas nos confirma este santo obispo: el enfrentamiento de la Iglesia con el poder civil y la arbitrariedad y la corrupción de las altas esferas políticas. Voltaire confunde al Euquerio del siglo V, obispo de Lyón, con el de hoy, obispo de Orleáns en el siglo VIII. Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, había hecho grandes servicios a la cristiandad: combatió contra los paganos frisones, venció a los musulmanes en la batalla de Poitiers, fundó muchas abadías para civilizar a los francos y, a su muerte, se disponía a ayudar al Papa contra los lombardos. San Dionisio, patrón de Jerez y de París, desde un globo luminoso, había salvado el alma del rey Dagoberto cuando los demonios lo apaleaban en una barca camino del monte Etna, entrada del infierno en Sicilia; pero no pudo hacer nada por el duque y mayordomo del rey, Carlos Martel, el verdadero monarca de hecho.

El mayordomo de palacio fue fundador de numerosas abadías para acabar de cristianizar a los violentos y todavía paganos pueblos germánicos, pero las entregó a sus adictos laicos con título de abad o abadesa, según fueran capitanes de su ejército, altas señoras casadas o jovencitas inexpertas de la nobleza. El gobierno y las rentas correspondientes a la Iglesia quedaban en manos de la nobleza franca, que ni residían en los monasterios ni hacían votos, además de llevar una vida que ni con buena voluntad se podía llamar virtuosa. Muy apesadumbrado por este desafuero, San Euquerio de Orleans se encontraba echado en oración cuando fue arrebatado por un ángel que lo condujo al infierno. Allí vio entre los condenados en cuerpo y alma a Carlos Martel. Dio cuenta de su visión a Pipino el Breve, hijo del condenado, quien mando abrir la tumba de su padre: la hallaron quemada por dentro y vieron salir del fondo una enorme serpiente que huyó dando alaridos envuelta en una nube de azufre.

De allí en adelante, cada vez que el poder civil se inmiscuía en asuntos eclesiásticos o se apoderaba de sus bienes, se reunían los obispos del reino para recordarle al rey la condena de su antepasado. San Euquerio había sido perseguido y obligado a abandonar su sede. Huyó primero a Colonia y después se refugió en el monasterio de San Trudo en la actual Bélgica. No podía perdonarle al poderoso mayordomo que hubiera dejado huérfanos a sus fieles de Orleáns. Con virtudes venerables, penitencias y oraciones consiguió que los santos francos, presididos por santa Bega, abuela de Carlos Martel, rogaran al Altísimo la condena eterna de su pariente. San Euquerio murió en paz en San Trudo y en el momento del tránsito se encendieron solas todas las velas del monasterio. Por este milagro es abogado contra los cortes de fluido eléctrico.

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