Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

¿QUIÉN no los ha visto alguna vez? Los hombres-anuncio se paseban por las calles madrileñas haciendo publicidad. Con unos cartelones colgados sobre los hombros informaban al transeúnte de la existencia de un restaurante económico, a solo dos pasos de la Puerta del Sol, o de la posibilidad de vender toda clase de objetos de oro, aunque no los pagaran exactamente a precio de oro. No tenían estos señores que bajar a la calle a fumarse un pitillo porque su puesto de trabajo ya estaba en la calle y, fuera cual fuese la época del año, para meterse algo entre pecho y espalda tenían que pasar horas llevando precisamente sobre el pecho y la espalda esos letreros enormes. Será por poco tiempo, pues muy pronto prohibirán su presencia en las calles de la capital.

Alegan los munícipes encargados de este fregado que pretenden retirarlos de la circulación por razones humanitarias. Dicen que ese trabajo es degradante. Y quizás sea así, pero ¿qué trabajo no lo es? Teniendo en cuenta que muchos maestros van a trabajar como el que va a un campo de concentración, que a los técnicos de laboratorio no les debe de entusiasmar pasarse el día haciendo análisis de orina y que, sin ser lo peor, a un mamporrero quizás le gustara más escribir en la prensa (sin olvidar que los que escriben en prensa seguramente prefirieran escribir novelas de misterio antes que andar contando las miserias de su pueblo), tal vez fuera el momento de prohibir cualquier empleo de los que hay actualmente. Porque si es humillante exhibirse en público con un cartel, ¿cómo vamos a permitir que trabajen las modelos de alta costura? Y los futbolistas, ¿no tienen que ejercer su oficio en calzonas y encima haciendo propaganda? Pobres míos. Pero hay más oficios terribles: prestamista, verdugo, chapero… ¿Y los forenses? No me digan que no es a veces fastidioso su trabajo. Por más vueltas que le doy, no se me ocurre un solo oficio que sea del todo decente. Cuanto más honrada es la faena, peor pagada está. Así que, con un poco de suerte, lo mismo cunde el ejemplo y van jubilándonos a todos hasta que llegue el día en que nadie tenga que ganarse el pan con el sudor de la frente. Vamos a buen ritmo. Ya son casi tres millones los desempleados que no tienen que levantarse cada mañana para aguantar un trabajo vejatorio, y todo indica que a este paso pronto serán bastantes más los afortunados.

Aunque a lo mejor el carácter humillante de los empleos pudiera aliviarse de alguna otra forma. Recuerdo a aquel conserje de la Diputación que se quejaba cuando, para hacerle menos degradante la labor, sus jefes decidieron cambiarle de atuendo y quitarle aquella librea cuajada de botones dorados y de perifollos, que le daba aspecto de domador de circo pero que le había servido de uniforme durante tantos años: "¿Degradante la librea? -decía-. ¿Los entorchados degradantes? Degradante es el sueldo que me pagan." Pero eso no se lo cambiaron.

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