Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

La bendita poca cabeza

En Elogio de la locura, por boca de la propia Locura o Estulticia o, dicho sea sin gravedad, Estupidez, Erasmo de Rotterdam nos propone, juguetón, que el agrado que los niños y los muy jóvenes suelen producir en otras personas proviene de un don que otorga la naturaleza a los de menor edad, que es el de la propia ignorancia: “¿Qué tienen los niños para que los besemos, abracemos y acariciemos y hasta de los enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia (…) de dónde procede este encanto sino de mí [habla ella, la Estulticia], a cuya virtud se debe que los que menos sensatez tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgustan?”. Y los que más agradan a los demás, hasta que –prosigue Erasmo— a medida que crecen y cobran prudencia de la mano de la experiencia y el estudio “descaece su hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les disminuye el vigor”.

Releer ese pasaje me recuerda palabras de una tía mía, que no sólo llamaba “padre” y “madre” incluso a los niños, sino que solía exclamar “¡Ay, qué lástima!” al contemplar a un bebé –ella tuvo diez–, una criatura desavisada de toda obligación ni conocimiento más allá de las cosas más inmediatas del vivir: comer, beber, dormir, quejarse del dolor, llorar por una voz que le da temor; sonreír, patalear y gorgojear en respuesta a las monerías; en su locura, que tan tierna es que no deja grabado ningún recuerdo. Creo que mi tía no sabía cuánto coincidía con Erasmo en el considerar a la belleza de la virginidad, el candor y la falta de cabeza dignas de la más dulce lástima, esto es, provocadoras de la emoción que a cualquier corazón sereno causa la contemplación de la edad de la inocencia (salvo que, y lo digo por ejemplo y para desalmibar, los niños estén trasteando como monos sueltos –los monos son loquitos natos– en un bar ante el absentismo de sus padres, que comparten, de riguroso gañote y faltos de caridad, sus obligaciones).

Guadianesco pero inasequible al desaliento, aparece por el barrio de vez en cuando, como si ostentara un contrato fijo-discontinuo, un hombre no poco tullido, siempre tocado de gorra o sombrero y armado de un palo con el que hacer malabares y procacidades, y que responde a otra variedad de la inocente locura que pinta Erasmo. No sólo sostenemos los que lo conocemos desde hace años, sino que no nos cabe duda alguna de ello, que el ya provecto Sr. Monge estira su locura y su niñez para que lo traten, en general y salvo hideputas, con tolerancia, guasa y cierta filantropía. Y así hacer lo que le da la realísima gana.

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