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CON MALA UVAla columna

Begoña García / González-Gordon

La bota de los turbiosLa espera de Ana

El restaurante La Tonelería, propiedad del hostelero Juan Carlos Hurtado, celebró en la noche del pasado miércoles su tradicional zambomba navideña, que una vez más congregó a numerosos familiares y amigos en torno a los sonidos y los sabores de esta época tan entrañable. Villancicos tradicionales, anís y polvorones, una vez más, no faltaron a la cita. La foto es de VANESA LOBO.

Estamos en Adviento y quería traerlo aquí, escribiendo algo relacionado con el la espera y la esperanza. No podía. Por mucho que buscaba, nada encontraba en mi corazón sobre el asunto. Ilusión, expectación, preparativos, Navidadý nada. Sólo que el Adviento parece haberse trastornado. Lo evoco y aparece travestido de centro comercial. Ofertando -con fantasmagórico estruendo-, luces y compras, comida y fiestas.

Pero la otra tarde, en misa, vi a Ana. La penumbra y los bancos que nos separaban, me permitieron contemplarla con detenimiento sin caer en la desfachatez. Tenía cara de cansada. Abstraída, parecía estar haciéndole a Dios, con fervor, unos encargos. Mientras el sermón procedía su lento desarrollo, soporífero como casi todos los sermones, ella, recogida, estaba en otro mundo. Habitaba un mundo particular, compartido e íntimo.

El credo la sacó de su ensimismamiento, obligándola a ponerse en pie. Y entonces me percaté de la magnificencia de su embarazo, ese tripón enorme de cuando la gestación llega a su recta final. Su cuerpo, erguido, adoptaba esa postura triunfante y ostentosa, de la que se vale el cuerpo para mantener el equilibrio, cuando sujeta en su mitad el peso de una personita a punto de nacer. Ana, que esperó tanto antes del milagro de ver su cuerpo henchirse, que arrostró tantas veces los crueles envites de la decepción, fue en aquel momento para mí, la viva imagen del Adviento: la ilusión, abriéndose paso a través de ese pasillo de oscuridad, incertidumbre y miedo, que es a veces la existencia.

Esta época del año -cada año- pone a prueba mi esperanza. Mi habilidad para sentir algo medianamente elevado en medio del desaforado festín del consumir. Mi capacidad para meter en un abrazo, a todos esos contrarios que siempre vienen juntos o revueltos: el júbilo y la pena, la justicia y el derroche, el pavor y el coraje, la hartura y la ilusión. Terminó la misa, pudimos ir paz. Y yo me llevé a casa el recuerdo de Ana, con su bombo triunfante, llena de espera y esperanza.

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