Opinión

De Gades a Marco Flores, 20 años

 MIENTRAS esperaba la subida del telón de la vigésima edición del Festival de Jerez, unas jóvenes australianas, que ocupaban los dos asientos delanteros a mi butaca, me pidieron, en un español aflamencado, si podía fotografiarlas, a lo que accedí encantado, por supuesto. No habían pasado siquiera cinco segundos, cuando las imágenes sonrientes de las dos aficionadas al flamenco pudieron verse en el lado opuesto del planeta. ¡Qué cosa!-pensé- ¡Cómo ha cambiado esto en veinte años!

Cuando al fin se levantó el telón, aparecieron, sobre un fondo completamente negro, unos haces de luces, preciosos desde luego, que iluminaban cenitalmente, la imagen de un bailaor, calvo, con torno desnudo y falda flamenca, mientras que en un lateral se podía apreciar el dibujo de un esqueleto y figuras con diversas caretas, que movían sus brazos como boxeadores en un ring.

“Si que ha cambiado esto, la verdad”-volví a pensar- y mientras las caretas iban y venían de un lado al otro del escenario, entonces, me vino a la memoria la luz clara, la luz del amanecer en el campo andaluz de una mañana de verano, la iluminación limpia y portentosa que acompañaba a aquella alboreá y aquella trilla con las que el gran coreógrafo Antonio Gades abría la escena en su prodigioso “Fuenteovejuna” de los comienzos del Festival. Veía aquella sábana blanca que volaba, hinchada por esa luz, sobre la cabeza  de una novia gitana y que a mi me pareció, en esos años, algo verdaderamente insuperable. 

Mientras la Yerbabuena hacía filigranas con la soleá para salvarnos del susto de las calaveras y la voz tremenda de José Valencia rebotaba en las paredes anaranjadas de nuestro teatro, casi soñaba, emocionado, con todo lo que había tenido la suerte de contemplar en estos veinte años, que a mí se me había pasado tan deprisa; con los fabulosos cantaores que habían conseguido ponerme la piel de gallina, con sus gargantas mágicas; en los bailaores clásicos que vi, con sus cinturas de mimbre, sus piernas varoniles y sus pies llenos de alas, como las del mismísimo Mercurio; refresqué mi memoria casi oyendo el sonido quejumbroso y dolorido de las cantaoras más portentosas por soleá o seguiriyas y las melodías sensuales que salían de sus labios cuando entonaban por tientos-tangos o por esas guajiras dulzonas y con sabor a canela, pero en rama y que escuché tantas noches; resonaban en mis oídos los sones gitanos, la sinfonía y el compás de los tocaores más célebres, genios dotados de una técnica primorosa y fantaseaba acordándome de las más bellas bailaoras que pisaron esas tablas sagradas del Villamarta, con los movimientos barrocos y seductores de sus brazos y caderas, con sus faldas llenas de  lunares blancos que parecían, cuando bailaban por alegrías, salpicones de la mar chocando contra las rocas de La Caleta.

Salí algo defraudado la noche del estreno, creí, que como mi teatro, el flamenco estaba casi perdido, pero a los dos días, apareció una nueva estrella que iluminó entero el escenario de nuestro coliseo, Ana Morales, una musa, una chica joven y deliciosa que emanaba casi la misma luz radiante de aquel “Fuenteovejuna”. Llenó de emoción y en un suspiro, a todo el aforo repleto de visitantes y locales, con una escenografía sencilla, pero llena de de detalles de arte, con un baile auténtico y unos músicos de primera. Un nuevo flamenco de verdad. Pero al día siguiente, otro joven, Marco Flores, llegó con un verdadero espectáculo, lleno de ingenio, salero y modernidad. Vestido de “tweed” escocés en rojo, como toda la compañía, parecía que los bailaores eran modelos y figurines salidos de la mejores tiendas de moda de la Rue Saint- Honoré de París o de los escaparates de Armani o Versace de las galerías Victor Manuel, de Milan. !Qué arte y qué lujo! y ¡cómo bailaron de bien Carmela Greco y Marco, por guajiras, por Dios!. Ahora pensé -El flamenco sigue vivo y un 10 para el Festival-. Nuestro mundo flamenco seguirá brillando en el firmamento del arte gracias a estos nuevos jóvenes artistas tan llenos de vida, de ilusiones y de verdadero arte. ¡Cómo ha cambiado esto, sí señor!, pero para bien y para todos los que amamos este secular modo de expresar nuestro sentimiento, con sus penas y sus alegrías, pero sacándolo de lo más profundo, poniendo el alma. 

Y en buena medida gracias a nuestro Teatro y a su Festival. ¡Qué veinte años más bien cumplidos, Villamarta!  ¡Enhorabuena!.

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