Muere a los 61 años el cantaor Andrés de Jerez

Obituario

Reconocido 'agujetero', era una persona especialmente querida dentro del mundo del flamenco, tanto en Jerez como en Francia

"Todo me está ocurriendo deprisa, y a veces me cuesta asimilarlo"

Andrés de Jerez, en una de las fotografías realizadas para su primer disco.
Andrés de Jerez, en una de las fotografías realizadas para su primer disco. / Miguel Ángel González

'La muerte nos sonríe a todos, devolvámosle la sonrisa'. Con esa frase del emperador romano Marco Aurelio podríamos resumir quién era Andrés de Jerez, un cantaor jerezano que nos ha dejado en la noche de este miércoles 9 de julio a los 61 años de edad tras luchar durante los últimos meses contra el cáncer. Porque Andrés, como le ocurría a su compadre Niño Jero, era la sonrisa en persona, una sonrisa eterna que le servía para manejarse con arte en un mundo, en el que su amor por el cante era, sin lugar a dudas, su razón de ser.

Para él, el cante era el centro del universo, una filosofía de vida que mantuvo hasta el final de sus días, llegando a sorprender hasta los propios médicos del Hospital (tal y como me comentaba estos días su hermano Jaime), asombrados de su fortaleza física y su pasión por cantar, que incluso le servía de remedio 'pa to' los males.

Admirador ferviente de Manuel Agujetas, y criado entre el buen cante de La Plazuela y al ámparo de la Peña Los Cernícalos, la Peña La Bulería y la extinta Tío Chalao, Andrés Cabrales 'Andrés de Jerez' (Jerez, 1964) nunca alardeó de nada, "soy un cantaor humilde", reconocía una y otra vez, un cantaor que siempre llevó a gala su tierra (sobre todo en Francia, donde era muy querido) y que por encima de todo amaba su profesión.

Había aprendido en la calle, de escuchar en las múltiples fiestas y peñas de Jerez, donde tuvo la suerte de coincidir con grandes nombres del flamenco de su tierra, aunque para él, la veleta era Manuel, de ahí que nunca escondiera su condición de 'agujetero' por los cuatro costrados. Hasta el propio Agujetas vino alguna que otra vez a escucharlo, en algunas de aquellas largas noches de cabales surgidas sin pretensión.

"He estado siempre rodeado de gente que ha cantado muy bien", aseguraba en una entrevista en 2013. "Agujetas vivía en mi calle, José de los Camarones, también, al Moneo y los Mijitas los he tenido siempre cerca. Luego, también pasaba mucho tiempo en la Peña Tío Chalao".

Andrés era todo bondad, y en el fondo, y pese a haber superado ya las seis décadas, era como un niño pequeño, cuya única pasión era el flamenco y a la bohemia. "A mí el dinero no me importa", comentaba hace unos años, una afirmación con la que dejaba claro cuáles eran sus ideales de vida.

Tuve la suerte de conocerlo gracias a mi gran amigo Miguel Ángel González, con el que tenía una química perfecta y ambos se complementaban en su día a día, eso sí, cada uno a su forma, porque eran muy distintos. Fue junto a Paco Sánchez Múgica en una de aquellas noches del Festival de Jerez, en las que Andrés se movía como pez en el agua y donde encontraba el verdadero bálsamo para seguir viviendo.

Coincidir con él en una de esas citas en las peñas de guardia, en La Reja o en algún que otro bujío similar era disfrutar del cante, y la vez del baile, ya que era capaz de arrastrar bajo su manto al más pintado. Nadie se le resistía y gracias a su entrega y su cariño, conseguía camelarse al más pintado, desde la fotógrafa Ana Palma, por la que también sentía admiración, hasta el bailaor Juan Paredes o a los jerezanos David El Gamba y Jesús El Guardia, compañeros inseparables de andanzas fuera incluso del país. Todos le querían, y esa risa contagiosa y esa bisoñez innata le hacían un ser especial.

Además, era una de esas personas a las que no había que rogar para escucharlo, y en uno de esos ratos era capaz de arañarte el alma con una seguiriya, una tanda de fandangos agujeteros o haciendo alguna que otra letra por soleá o por bulerías. Realmente, y aunque en el escenario se manejaba con soltura, Andrés era uno de esos cantaores del cara a cara, de los que hay que escuchar haciendo compás con los nudillos sin micrófos por medio. Hasta su manera de sentir el cante era peculiar, llegando a entrar en ocasiones en un auténtico trance cantaor.

Después de toda una vida cantando, Isamay Benavente, a la que tanto se le echa de menos por el Teatro Villamarta, le dio la oportunidad de actuar por primera vez en el Festival de Jerez, ese festival en el que tantas veces ejerció de embajador y donde se estrenó, acompañado por la guitarra de Carlos Grilo, otro de sus grandes amigos, en Villavicencio.

Apenas tres años después, en 2017, hizo realidad otro de sus sueños, grabar su primer disco, titulado 'Arañando el alma', fruto de un proyecto realizado a través del crowdfunding (logró el doble de lo previsto) y que fue grabado en los famosos estudios Feber de París, algo que Andrés llevaba a gala. Le acompañó el joven guitarrista francés Samuelito, que había conseguido captar bien la esencia del toque de Jerez y con el que se sentía cómodo.

Se marchó a vivir a Francia, donde se le quería mucho, estableciendo una conexión constante entre Jerez y el país galo, porque "no puedo estar mucho tiempo sin venir al Chicle", afirmaba orgulloso.

En los últimos años también colaboró intensamente con el grupo Califato 3/4 con el que participó en la grabación de dos de sus cuatro discos.

Su voz se ha apagado este miércoles pero no su recuerdo, que permanecerá vivo entre los que le conocimos. Quizás no fue una gran estrella, ni un cantaor mediático, ni siquiera una primera figura, pero a diario ofrecía lecciones de cómo disfrutar de lo que a uno más le gusta. Como él mismo decía: "A mí me gustaría que mi cante fuera siempre un mensaje que aliviara el corazón de las personas". Vuela alto, amigo Andrés. Descansa en Paz.

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