La viña y el vino de Jerez
A cepa revuelta
ANTES de entrar en la bodega, dirigí una mirada al campo. La tierra tenía una blancura tan luminosa que parecía que el sol hubiera estallado sobre la viña desde lo más hondo de la tierra. Se mecían en lo alto los cernícalos, bordando arabescos en el oro de la luz, y sobre las plantas, volaban cogujadas y terreras con una cantiga feliz pegada al pico. Se derretía el tiempo como un perfume.
Crucé la puerta pintada de verde y pareció que hubiera entrado en otro mundo, porque todo estaba oscuro y como callado a la fuerza. La gloria del sol parecía allí definitivamente vencida y estaba el ambiente como de uvas acabadas de cortar : húmedo y oloroso. El suelo desprendía una soledad fresca.
Comprendí entonces que haya quien piense que el vino siente a la uva como su simple materia prima, igual que el cántaro percibe al barro o la cruz al árbol. No es así. La relación entre la viña y el vino de Jerez es infinitamente más íntima, porque aquí el vino no se desprende nunca del todo del viñedo y conserva con él un vínculo como de hermanos, ya que, metafóricamente, el acerbo genético de ambos es el mismo.
Así es. Desde muy antiguo, los bodegueros saben que la calidad del mosto depende del grado de madurez de la uva, por lo que no hay vendimia hasta que el mismo fruto lo pide, señalándose en la altura, ondulación y fragancia de la planta y tiñendo del color del tabaco el palillo que une su racimo con la vara. Incluso hace muchos años, no pocos viñistas guardaban la costumbre de no iniciar la vendimia hasta que la luna estuviera en menguante, porque creían que con ella está la uva más blanda y dulce, por lo que daría mejor vino; como también era uso corriente que, si llovía, se detuviera la vendimia hasta que la uva volviera a llenarse de pruina (ese polvillo blancuzco que envuelve los racimos), porque es sabido que la pruina acelera la fermentación del mosto.
Como decíamos, de la sazón del fruto de la viña depende la calidad del vino que dará : si la vendimia se hizo antes de tiempo, producirá vinos débiles o delgados (“vinos verdes”, se dijo siempre en Jerez); si se hizo en su momento, vinos gordos, maduros.
Los viñistas y los bodegueros jerezanos consideran al vidueño y al vino, no como madre e hijo, sino como hermanos, porque saben que los dones de ambos no son heredados, sino compartidos : El aire, el semblante, de la viña, como el de la bodega, es de entrega y ánimo, de promesa y de verdad; además, en ninguna de las dos hay clavazón ni llave, sino inocencia, mansedumbre y destino. Las viñas se cultivan como jardines (hasta cuarenta y seis faenas distintas se les hacen al año) para mantener las cepas igual que flores, y las bodegas se construyen como invernaderos en los que madura un fruto líquido, transparente y limpio, que provoca en quien lo huele una sed evangélica: la sed de probarlo y la sed de no dejar nunca de beberlo. Lo dijo Jesús a la samaritana : toda sed es fuente de sed.
Esto explica que las labores en la viña y en la bodega también se hermanen. En enero, el viñista marca con el tiento el minúsculo ombligo de la tierra donde quedará sembrada la verde pureza. Entretanto, el bodeguero “marca” los mostos, clasificándolos con rayas y círculos, para que vayan aprendiendo los colores de los minerales, porque el vino de Jerez no es otra cosa que una gema líquida que en lugar de llamarse citrina, topacio, jaspe, amatista u ónix, se llama fino, palo cortado, amontillado, oloroso o pedrojiménez.
En primavera, florece la vid y el campo se reviste de un ámbito de paraíso. En junio, el viñista saca la tijera de podar para desmembrar a las cepas de tres o cuatro años, dejándolas reducidas al retorcimiento triste de los nietos, dos brazos de apariencia débil, pero imprescindibles para completar el afán de las manos del viento y los dedos del sol por transformar a la cepa en una estatua fértil. El bodeguero, entretanto, contempla cómo también el paraíso ha llegado a las botas y ha nacido la flor sobre la piel de la manzanilla y el fino. Rocía entonces el vino nuevo sobre la última de las criaderas, para que se cumpla esa paradoja casi mística que se produce en las bodegas de Jerez, consistente en que el vino descienda escalas sin escaleras hasta subir a la luz.
En verano, la vid se hace fruto y el viñista vuelve a levantar, como ya hizo en mayo, las varas de las cepas para que los racimos se aireen y no rocen la piel de la tierra, porque es tanta su pureza que los pudre; mientras, el bodeguero observa que también el vino ha fructificado, cubriéndose de nuevo con ese manto de terciopelo vivo que es la flor.
Y llega la vendimia. La viña y la bodega son un mismo trajín y una misma esperanza de abundancia. Corre el zumo por los lagares y con él moja su cuerpo la bodega. Las naves se llenan del despojo de la viña y se alegran las botas con el dolor de las cepas, cumpliéndose así la ley fatal de la naturaleza : una vida muere para que otra vida más valiosa viva.
Pasan los días y el otoño llena el campo de una fingida muerte. Las cepas están secas y han mudado el color, que es su tiempo. En el cuarto de herramientas de la viña se han retirado los cuchillos de encañar y las tijeras de podar, las horquillas y los rodrigones. A la vez, las andanas de las bodegas se llenan de canoas y rociadores, para hacer las sacas de las soleras. La madera de la cepa abandona regiones perdidas por la sombra de los pámpanos para conquistar la luz. Lo mismo hace el vino, liberado de su sueño oscuro en las botas.
Esta es la relación entre la viña y el vino de Jerez. Ambos se rozan y se aman con una inocencia de hermanos. La virtud del vino es la virtud del vidueño; su aroma y su sabor trepan desde las raíces de las cepas, subiendo por húmedos tejidos y túneles palpitantes, hasta la copa que apuramos. El jerez no es otra cosa que un chorro de luz emergido del útero verde de la tierra.
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