PÁNICO NUCLEAR en el cine
A lo largo de la historia los filmes que han tocado la amenaza de la guerra atómica han sido más bien indirectos, aventureros, catastrofistas y de escaso carácter científico · El desastre de Fukushima reactivará probablemente este tipo de producciones
Se reabre el debate nuclear en Europa, porque se jalean las revoluciones árabes a la vez que se mira de reojo qué va a pasar con el precio de los barriles de crudo y ocurre lo de Japón. Un maridaje perfecto entre catástrofe natural y humana. Fuerzas tectónicas desatadas por la mano de quien sea junto a centrales nucleares que intentan la cuadratura del círculo: manejar pacíficamente algo tan literalmente explosivo como la energía atómica.
Pero es lógico. Lo de uso pacífico de fusiones y fisiones del átomo fue para calmar conciencias. Esta tenebrosa ciencia nació con la bomba de Hiroshima y ahí se ha quedado. El caso es que el cine pronto vio el potencial de esta nueva y apocalíptica energía. Como otras veces manejó la posible espectacularidad de las explosiones atómicas, con su hongo como siniestra imagen de marca, junto con el miedo del público, en una especie de catarsis colectiva. Es curioso que haya sido en Japón donde esté ocurriendo el drama de Fukushima, pues es el único país que ha sufrido dos veces holocaustos nucleares. El primero fue cortesía de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en 1945, el segundo lo estamos viendo estos días. Y decimos esto porque el cine del pánico nuclear tuvo allí una deriva indirecta. Tal vez imposibilitados en la década de los 50 de mirar cara a cara lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, el impacto de la tragedia mutó en el cine de monstruos tipo Godzilla (Gojira en el original). Una serie que hasta la fecha, con perseverancia nipona, ha dado no menos de 28 títulos desde su aparición en 1954. Su éxito ha derivado en dos versiones en Hollywood y una nueva que se anuncia para 2012. Con el tiempo, el significado profundo de los primeros títulos sobre un Japón amenazado por los efectos de la radiación se perdió en las innumerables secuelas, que fueron añadiendo monstruos como en un manga inacabable (Gigan, Zilla, Mechagodzilla, etc.) que le llevó en uno de los films más celebrados de la saga a chocar con el ídolo surrealista americano, King-Kong. El hecho de que al final el gorila gigante ganase su duelo con su amiguete nipón parecía indicar que los Estados Unidos eran después de todo el amo. Habría que esperar a 1989 hasta que el gran Shohei Imamura rodase Lluvia negra para que el cine japonés hablase de lo ocurrido en Hiroshima, con esta demoledora historia de la vida de un grupo de víctimas de la radiación nuclear. Algo de sangrante actualidad en estos días.
El caso es que Godzilla y derivados dieron cuerpo al gran género del cine del pánico nuclear. Como se sabía que la Tercera Guerra Mundial no sería épica, sino que se trataría de darle a unos botones y cuerpo a tierra, el cine se centró en las consecuencias, dando lugar a las películas postapocalípticas. Es un socorrido cajón de sastre donde cabe de todo, desde los proyectos más serios (como el éxito de los primeros 80 El día después) hasta los más zafios. Este último punto de vista fue el elegido por numerosos filmes de serie B. Roger Corman hizo el agosto con sus producciones baratas en los 50-60 y los subgéneros italianos abundaron en la década siguiente. El modelo Godzilla de mutaciones genéticas prevaleció, con matices. Hubo joyas como las hormigas gigantes de la excelente La humanidad en peligro, de 1954, o la delirantemente divertida, por mala, Callejón infernal, con sus escorpiones gigantes. Las transformaciones por la radiación también tuvieron su correlato en el cómic, como gran excusa para crear superhéroes. Hasta que el nuevo maná de la manipulación genética hizo pasar a segundo plano los poderes creativos de la radioactividad.
Pero en este panorama hay que hacer mención de dos rarezas. Una es La hora final, rodada por Stanley Kramer en 1959, adaptación del best-seller de Nevil Shute, por ser una historia "preapocalíptica". Contaba los últimos días de una comunidad que espera en Australia a que la nube atómica provocada por la guerra nuclear llegase inexorablemente al quinto continente. Fue una producción de prestigio con un amplio reparto. La otra es El beso mortal, de Robert Aldrich, que en 1955 adaptó la novela de Mickey Spillane con el detective Mike Hammer al frente. El clave de film negro, contaba como un grupo de personajes se desvivía -y mataba- por una extraña caja que al final resultaba contener una potente fuente de energía que acababa destruyendo al que la manipulaba. Una actualización del mito de la caja de Pandora que era una contundente metáfora.
Como se ve, el cine asociado al pánico nuclear -al que habría que añadir los filmes que tratan de la amenaza de la guerra atómica, como el inmarchitable ¿Teléfono rojo?... de Kubrick- es más bien indirecto, aventurero y muy catastrófico. Pocos filmes se han atrevido a hacer planteamientos más científicos del tema. El más célebre tal vez sea El síndrome de China, que en 1978 reunió a un grupo del entonces sector liberal de Hollywood, como el director James Bridges y los actores Jack Lemmon y Jane Fonda. Se centraba en una de las más siniestras posibilidades de la energía nuclear, como es que el material escapado de una central pueda atravesar la tierra y aparecer en las antípodas. Curiosamente, pocos días después de su estreno tuvo lugar la fuga nuclear en Harrisburg (Pensilvania), lo que la convirtió en un éxito de taquilla.
La distensión mundial tras la caída del muro de Berlín y los citados avances genéticos hicieron que el cine no considerase prioritario el pánico nuclear como un tema principal. Sin embargo, mucho nos tememos que el actual desastre japonés lo reactive. En cualquier caso, podemos parafrasear a Einstein, cuando dijo que si hubiese una Tercera Guerra Mundial, la Cuarta sería a palos y pedradas. Si el holocausto atómico alguna vez se consuma, el cine posterior contará como se caza y se pesca para sobrevivir.
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