Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
BORNOS se despierta tarde en primavera. Cuando lleguemos acabará de abrir los ojos, deleitándose con el azul del lago y el perfil de la sierra. No hay prisa entre los muros de cal. Los bornichos caminan tranquilos mientras que el pueblo se prepara para pasar el día tomando el sol. Una vez más. Un año más. Y así durante cinco siglos.
El lugar donde nada ha sucedido. La belleza callada. El escenario vacío después del gran espectáculo. La luz pura del sur que besa cada mañana las reliquias de un pasado glorioso. El Hospital de la Sangre, la ermita de la Resurrección, la parroquia de Santo Domingo, el convento de San Jerónimo. Y el Castillo del Fontanar, el principio y el fin, el ombligo de Bornos.
Hubo un tiempo en que en estas tierras sólo había un torreón, donde se refugiaban los campesinos en momentos de peligro. Después los reyes fueron regalando el lugar a unos y otros, aguerridos guerreros de noble cuna que no supieron apreciar las virtudes de esta tierra, pues acabaron por venderla al Adelantado Mayor de Andalucía. Y así llegaron ellos. Per Afán el Viejo, Per Afán II, Catalina de Ribera y don Fadrique, el hombre de mundo.
Uno más en el bullicio de Venecia, Roma y Florencia, el peregrino que quedó fascinado ante las iglesias de Jerusalén. Aquel que lo había visto todo y decidió que Bornos podía ser una fiesta. Una fiesta organizada desde el castillo. Fue entonces cuando los negros muros empezaron a brillar, pregonando a los cuatro vientos las glorias del marqués de Tarifa. Fue cuando el patio de armas se abrió en una esbelta galería gótica, cuajada de inscripciones, tracerías y cruces del Santo Sepulcro. Lo nunca visto a este lado de la Sierra. Azulejos de colores y la fascinación de los bestiarios que dan paso a las puertas. Un palacio rodeado de huertas. Un rincón perdido convertido en el paraíso por obra y gracia de los artistas. Días felices que no hicieron sino crecer durante el XVI, entre vía crucis y cacerías.
Llegaron nuevos vientos desde Italia, trayendo esculturas antiguas y una nueva galería diseñada por Benvenuto Tortello. La pequeña corte de los Ribera se vistió de gala entre hornacinas y columnas clásicas. Aún se puede oir la música de laúdes y vihuelas...
Entonces cada noche Bornos dormía pensando que cada amanecer sería distinto. En cuaresma había procesiones y en verano cabalgatas. Oro, terciopelo y seda. Caballos y carruajes, frailes y bufones. Mesas plenas de vino y faisanes. La magia de la danza y el fulgor de la plata. El fragor de los ejércitos preparándose para la guerra y las fanfarrias que alegraban el aire cuando llegaban los duques de Alcalá.
Pero una mañana el despertar, Bornos solo oyó el silbido de la brisa. Pese a que dispuso todo para empezar de nuevo el jolgorio, los Ribera nunca volvieron. Y así, un día y otro, viendo madurar los damascos. Contemplando el nacimiento y la muerte del sol. Aguardando lo que nunca llegó.
El cielo claro de junio baña el jardín del Castillo. La alberca reposa soñando con fuentes que no alimentará. Las rosas ofrecen su perfume a los jubilados que salen de las antiguas estancias palatinas. Hablan de las cosechas, de la lluvia, del frío y del calor. Hablan de la nada. Un colegio pasea entre las flores y, a lo lejos, dos niñatas cabalgan sobre una motocicleta ruidosa. Ya nadie recuerda los días de gloria.
Pero el pueblo nunca olvida. Venid aquí, entre las flores. El banco espera. Aquí sentados podemos cerrar los ojos. Llegará el momento en que todos guarden silencio. Entonces Bornos nos susurrará al oído mil maravillas. Callad y dejadlo hablar. Bornos ha visto cosas que no creeríais.
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