De todas las historias que llegan a esta redacción cofrade hoy entresaco una de ellas por ser como una paradoja que parece calcada de la realidad.

Resulta que en un bar cofrade había una de esas famosas máquinas recreativas donde una bolita va dando vueltas sobre un tablero con cierta pendiente. La llaman pinball. En aquella máquina recreativa había ciertas posibilidades de conseguir lo que se denominaba una bola extra, es decir, una jugada más de regalo. Para conseguir una bola extra era necesario darle a una diana cuando se iluminaba con un chillón color rojo. Y si conseguías el acierto en tres ocasiones, la máquina soltaba un crujido y una voz de ultratumba decía: "Bola extra".

Aquello motivaba a los cofrades que frecuentaban el bar porque era ciertamente complicado conseguirla. Era algo extraordinario. Sin embargo, el dueño de la máquina, que cada dos semanas aparecía para llevar a cabo el mantenimiento, fue cambiando el sistema de juego y ya tan sólo eran dos veces en la diana para el ¡bola extra! Pasado un tiempo, con tan sólo una vez había premio. Lo cierto es que la gente comenzó a culpar al dueño del bar que tenía cara de hermano mayor y amenazaba con una insignia en la mano cuando algún cliente se negaba a pagar. Lo interesante de todo aquello era que la bola extra era poco más o menos que una odisea conseguirla. Pero al final resultó que lo más complicado era jugar sin que la máquina te regalara una tirada de más.

El fabricante pensó que con más facilidades la gente jugaría más y habría más recaudación. Pero no fue así. Lo relativizó demasiado y el tiro salió por la culata. Y las bolas extras caigan con la misma facilidad que la segunda cerveza en ese bar cofrade en pleno mes de agosto.

Los clientes dejaron la máquina apartada en un rincón y todos se olvidaron de ella. Y el fabricante tuvo que llevársela a su gran nave donde controlaba la distribución de bolas extras por la ciudad. Y el negocio, al final, se cerró.

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