
Adiós es el final de un principio.
Nunca es fácil decir adiós. ¿Para qué hacerlo? ¿Acaso no existe otra forma de alejarse? Las despedidas hacen que el mal trago aumente su trascendencia emotiva. Es tan doloroso abandonar a quien amas, como a quien detestas. El silencio o la indiferencia resultan más apropiados para llevar a cabo un abandono. Las circunstancias mandan, deciden por ti y hay que tener el coraje suficiente para dar un paso hacia adelante. Es así como se escribe la historia de la humanidad, una crónica plagada de adioses, de desencuentros, de huidas…
Sólo la frialdad, el narcisismo o la egolatría, anulan los traumáticos efectos de una separación. ¿Para qué y por qué marcharse? A veces resulta inevitable. Por muchas vueltas que demos, se hace imposible otra salida. En la mayoría de los casos no dan elección, te dejan sin alternativa y señalan el camino para tu partida. Es tan absurdo aferrarse a una silla que ya tiene dueño, como a un discurso que nadie quiere oír, debes irte o callarte sin dilación, simplemente sobras. Los adioses suelen venir precedidos por una secuencia de acontecimientos que provocan una fuga airosa. Decir adiós es una socorrida vía de escape, la única puerta abierta en un atolladero. Adiós es el final de un principio. Adiós es cerrar al salir. Adiós es un terrible desenlace, o la esperada resolución de un conflicto. Adiós es un portazo. Adiós es un salto en trampolín con el agua justa como destino. Adiós es una despedida en verso con título lacrimógeno...
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