Durante los años que duró esa efímera ilusión, crecí creyendo que, al volver de madrugada tras quitar los adornos navideños del centro comercial en el que todavía trabaja, se encontraba a los Reyes Magos dejando los regalos en casa. Así lo afirmaba y yo me lo creía, porque era lógico pensar que, más o menos a las tres de la madrugada, Melchor, Gaspar y Baltasar estarían por Jerez.

Su buen humor, sus bromas y su cariño -no tanto su sonrisa, pues siempre ha sido un hombre aparentemente serio- apenas me dejaban ver el cansancio y el hastío que le provocaba su trabajo. Me costó, pero con el tiempo fui entendiendo que el único motivo por el que cada día se levantaba de la cama siendo aún de noche y no llegaba, muchas veces, hasta quince horas después, éramos nosotros. Eran la nevera llena, el colegio, los zapatos de fútbol, los cumpleaños o la universidad. El hecho de tener que irme fuera a la fuerza para estudiar periodismo supuso para él un calvario que yo, embriagado por la novedad, la juventud, la dejadez y el 'carpe diem' no supe ver hasta que ya terminó, por suerte, con final feliz. El fin justificó unos medios que podrían haber sido menos fatigosos si mi propio esfuerzo hubiera sido solo un poco más grande.

Y pasaron los años y el día a día solo eran un motivo más para llegar a la línea de meta, aquella que le permitiría disfrutar, al margen del obvio descanso, de más tiempo con una compañera de vida que nunca bajó la guardia desde casa. Ahora, tras la esperada noticia, ya hay fecha en el calendario para una retirada a tiempo, en plenas facultades físicas y mentales -conformes, claro está, a la edad en cuestión- que le traerá una prejubilación que parecía que nunca llegaría.

Y aunque este solo sea el caso que yo viví y vivo desde cerca, solo es el reflejo de cómo, en cada hogar, siempre hay uno más héroes que, pisoteados por el sistema, encuentran finalmente la liberación con tiempo para poder disfrutar sin cadenas.

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