El próximo domingo se festeja a las madres, un colectivo del que es difícil hablar sin caer en lo cursi, en los estereotipos, en el victimismo, ni en adjetivos ramplones, porque ni todas son un pan de bondad ni todas están cortadas por la misma tijera.

Aunque tienen la tarea común de amar, educar y guiar a los hijos hasta convertirlos en seres independientes y responsables, cada mujer aporta algo propio, algo que le distingue de todas las demás y que deja huella en su descendencia. Ese algo pueden ser muchas cosas, entre ellas su temperamento, su ideología y su visión de la vida. También se pueden incluir sus expresiones al hablar, sus dimes y diretes, sus chascarrillos y hasta sus mimos.

Las madres son el eslabón que une a las generaciones, suelen conservar las tradiciones familiares, contar las historias que no deben desaparecer y custodiar las recetas de cocina de las antepasadas, esas en las que se echa un puñito de esto y una pizca de aquello.

Las mujeres que tienen que compaginar la maternidad y el ejercicio de una profesión se enfrentan a una demanda extra de esfuerzo y organización que no las amedrenta. Me gustan las madres que no ocultan a sus hijos sus imperfecciones, que se equivocan y rectifican, que dudan, que aceptan con humor lo mal que se les da alguna actividad, que andan cortas en algún conocimiento, que dicen sin tapujos cuando el horno no está para bollos, que se dan una tregua cuando el cansancio las agobia y que saben premiarse si han obtenido un logro. Cuando los hijos son adultos valoran la entrega que han recibido de sus madres, su coraje y el haberles convertido en hombres y mujeres de bien. Pero lo que más reconocen es el haber aprendido que el camino no está hecho, sino que se hace a base de constancia, que las circunstancias condicionan los deseos, que la armonía es un bien escaso, que los recursos no son perenes, que el carácter hay que templarlo, que los conflictos se negocian y que la vida siempre nos sorprende. Felicidades a las madres.

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