El parqué
Álvaro Romero
Presión bajista
Desde la espadaña
Hevuelto al pueblo de la España cada vez más vaciada, allá donde fragüé los primeros pasos, y encuentro en la calle un cálido olor de melancolía y añoranza. Rastreo los rincones perdidos, exploro las plazas de recordados juegos y batallas, llenas ahora de visiones y silencios, voy indagando, husmeando, como un can, los espacios desolados por el abandono… ¡Aaah! ¡He encontrado un rincón lleno de tesoros infantiles: una caja de Cola Cao, oxidada, que deja entrever una imagen de una madre sirviendo una taza y, dentro, una amarillenta tiza, tres canicas de barro, dos bolindres de acero y otro cristalino, un vidrio azul, un yoyó, el tapón de un sifón ¡un no sé qué…! Se me acelera el corazón de niño, y miro alrededor, por miedo a que alguien hubiera visto mi hallazgo ¡Qué suerte! ¡Soy inmensamente rico! Y resuena en mi cabeza un griterío de juegos fantasmales…Serafinín, capitán de todos, porque venía muy 'sabido' de la ciudad, cabalgaba el burro que su tío, no sabedor de las potencialidades de su sobrino, le dejaba, y, así, ataviado con gorro de papel, espada de madera y tapadera por escudo, incitaba a la guerra: ¡al ataque mis valientes con la espada y con los dientes! (porque en aquellos días nadie jugaba a la paz) ... jugábamos con un balón cambembo, y al rescate, la taba… carrera de ranas, de cinta, de sacos… con las bicis, hasta íbamos al caz… Un griterío que se me agolpa en tanta soledad sonora. Tañe la campana de la Iglesia y me devuelve al presente. No sé el tiempo que estuve enajenado y abstraído; pero fue un silencio lleno de voces, pleno de memoria verdadera, sentida, respirada, necesitada, rescatada, revivida…El camino que va a los huertos, que se flanqueaba por grandes casas solariegas, está ahora lleno de tapiales, algún que otro resquicio de fachada y una desolada impresión de dejadez y falta de cuidado. La casa del tío Javico, que relucía siempre jalbegada y con macetas, es ahora una fachada leprosa y selvática; la de tía Juanica que se desmorona por partes, enseña impúdica los codales que tanto se disimulaban; la del tío Molondrón, que parecía indestructible, se le han caído los revestimientos, y ya, sin costras, es una casa chata y apagada; y hasta el cuartel, que tanto miedo infundía, hoy se cae al mismo ritmo que la Constitución; así, casi todas, pintadas por la mano del tiempo, que como los mejores artistas patina de herrumbre y verdín las estructuras más preclaras. Saludo a los perennes vecinos, que me abrazan con exuberantes ademanes, como si no les importara el virus que les encerró en su propio encierro de tantos años; y les correspondo, porque merecen que les reconozcamos la época que ellos construyeron para que seamos lo que somos. Viejos vecinos, arrugados y leñosos, como los olivos que les circundan, agarrados a la heredad y al sol de esta denostada tierra, culpable de tanta historia y hacedora de mi presente.
¡Huelo a sábado y a madre, a ciclones de infancia, cuando, al pasar por delante de una casapuerta, brota su fragancia! La pituitaria amarilla tiene más memoria que la cabeza y siento trasegar por los adentros el añejo olor que se impregnó en mí con la indeleble letra de la verdad. Un aroma fugaz me ha despertado al ayer vivido, a ese yo redivivo e inocente de la infancia. Con su levedad el aire me ha extasiado al espacio de otro aire interior con nostalgias imperecederas, de soledades quizá, de celadas tristezas, de regocijos también, como rescoldos de picón en el brasero de una entrañable mesa camilla. Sahumerios de albahaca y de recuerdos, espectros del sentido, van apareciendo a tropel, niños saliendo al recreo, excitando el antaño de mi memoria. Olfateo las sensaciones que no tienen palabras: tristeza, gozo, regocijo, desazón…queriéndome abarcar todas a un tiempo, sin orden, como aspirando yo mismo a quererlas abrazar, comprenderlas a la vez. Me huele a azafrán el pensamiento, el armario donde esculco los perfiles inexplicables de mi hálito infantil, que viene a ser la respiración de ahora, porque respiramos lo de siempre. De hecho, soy un siempre, un círculo imaginario de tiempos repetidos que vuelven a abordar, en su lejanía, el siempre que fue. La vida es el olor. Lo que más permanece, persiste, subsiste e insiste. Huelo a madre y alcoba, a juego en el patio de la escuela. Huele todo lo que pasa, en este paseo por las calles vaciadas, con la sombra proyectada de lo que era. Cierro los ojos, inspiro profundamente, suspiro, y el corazón ralentiza su sístole, se pausa cansinamente en la evocación que las esencias tienen del pasado: una puerta abierta, una calle cualquiera, un patio, un guiso, azúcar tostada, una dama de noche, un jazmín que transfigura el presente, que transita la piel de aquella humanidad perdida que tiene nombre y se encarna en cada uno de nosotros con la evocación, en cada latido con el que brota la rosa que perfuma los recuerdos.
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