Hay que retroceder en el tiempo en el sugestivo tema del crucificado. Nos adentramos en el Manierismo, la fase final del Renacimiento, esa sofisticada vuelta de tuerca que parte de la lección de los grandes creadores italianos del siglo XVI. El torso, vigoroso, de inspiración romanista, adquiere protagonismo en un cuerpo que describe una tenue, sutil, línea serpentinata: un movimiento contrapuesto de piernas y cabeza que crea un elegante giro de cintura. Los músculos marcados de brazos, hombros y cuello contrastan con la clásica belleza y el modelado suave de la testa, de idealizada expresión. El sudario es grácil y corto, sin tapar la apolínea anatomía y lejos aún de los pliegues abultados propios de la estética montañesina que triunfará más tarde en Sevilla. Una ciudad de la que nos vendría muy probablemente hacia el último tercio del Quinientos o muy principios del XVII esta imagen, conocida modernamente como Cristo de la Misericordia y que preside la Parroquia de San Pedro.

Uno de los escultores activos en el ámbito hispalense por aquel tiempo, Andrés de Ocampo, se ha llegado a relacionar con esta escultura. Se trata de un artista documentado en Jerez en 1686 trabajando para el desaparecido Hospital de la Candelaria, anexo a la capilla de San Juan de Letrán. Por encargo del hoy San Juan Grande hace una serie de obras, entre las que destaca "un crucifijo" cuya identificación ha sido muy controvertida. De manera errónea se creyó que era el Cristo de la Buena Muerte de la propia San Juan de Letrán, pieza claramente dieciochesca. Por su parte, José Miguel Sánchez Peña ha sugerido que aquel crucificado fuera en realidad el nuestro. No existe, sin embargo, ninguna pista de su llegada a San Pedro, iglesia a la que arribaron tallas de diversas procedencias en el XIX. Por tanto, el misterio de su origen sigue abierto.

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