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La Santa Inquisición, que hoy se llama Congregación para la Doctrina de la Fe, consiste en un Oficio Santo para investigar, como siempre y de modo mayoritario a sacerdotes, herejes y sacerdotes herejes, que haberlos haylos. Y aunque meigas, haberlas también haylas, nunca interesaron a la Inquisición Católica porque no era cosa de heregía sino de locura. Fue la Inquisición Protestante las que las mató por millares, pero el sambenito, –como siempre–, para ‘Ex-paña’.

Este Santo Tribunal ha sido, sin duda, el más justo de la historia. Reconocía unas garantías jurisdiccionales para los acusados, inéditas en los tribunales civiles de la época. A Benedicto XVI le preguntaron en una ocasión su opinión sobre el Santo Oficio y su respuesta fue sapientísima: un progreso. A la Inquisición se debe que nadie pueda ser condenado sin un juicio previo. Pero se ha de saber que la ejecución de las sentencias correspondía a la autoridad civil, nunca al Santo Oficio. Todos esos grabados y dibujos protestantes de los siglos XV y XVI son, sencillamente, falsos.

Protestantes, judíos y musulmanes también persiguieron la herejía. En aquellos tiempos, el alma era algo tan importante, que falsificarla convertía al hereje en el peor de los delincuentes. Hoy, quizá sea mayor delito dejar una mascota atada a la puerta de una farmacia.

Pero la gran mentira se centra en los números. Las fuentes documentales ponen de manifiesto que el Santo Oficio declaró culpables, –que no ejecutó–, a unos cinco mil herejes en 350 años. Unos quince condenados al año. La ilustrada Revolución Francesa mató en 1791, a quinientos mil campesinos que se negaron a acatar la Constitución Jacobina en pocos meses. Un millón de asesinados por Lenin en cinco años. Sesenta millones en China por Mao Zedong. Diecisiete millones por Adolf Hitler. Saquen la media.

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