Oí, en una tertulia de la radio, hace pocos días, que el Festival de Jerez era un evento que estaba al margen de la ciudadanía jerezana, que sus actividades suponían un esfuerzo económico que no todos podían permitirse, que había que aficionar a los niños en los colegios para que, desde pequeños, se integraran en él. O sea, que era un privilegio fabricado para unos cuantos elegidos. Que, para saborear manos, pies, cuerdas, letras maravillosas, dolor, poesía, amor, creatividad, había que tener el bolsillo bien abastecido. Espectadora reciente que lo disfruta con los devotos de la muestra, me sorprendo ante unas afirmaciones que no me parece que se correspondan con la realidad. Con cuántos jerezanos te encuentras por doquier cada día y cada noche, qué de saludos, de abrazos enmascarados repartimos con ellos. Quizás no sean los más asiduos, pero qué más se puede esperar en una ciudad que cuenta con doscientos mil habitantes, y para una propuesta cultural que atrae, como ocurre por regla general, a una minoría.

Una amiga compartía conmigo lo que su hija adolescente, que cursa sus estudios en un colegio público de la localidad, había disfrutado con el espectáculo de flamenco que había vivido con sus compañeras en el teatro Villamarta, gracias a la iniciativa de la organización del Festival. Como espectadora del montón, creo que el flamenco no se queda en estos días en las salas a las que pueden asistir los bolsillos acomodados. Está en la calle, en los bares, en las peñas, en los tabancos, en el corazón de las gentes que quieren vivirlo, en la de tantos que llegan de fuera de nuestras fronteras y se sumergen en él para proyectarlo en el mundo y para que todos conozcan a esta ciudad privilegiada, tan llena de arte.

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