La Sacristía del Arte
¿Dónde está el flamenco en las calles de Jerez?
Jartible
En ocasiones, suena a tópico decir eso de que "nadie se muere de pena"; sin embargo, físicamente, es verdad. El tiempo pasó y pasa, y las heridas cicatrizan, aunque, en ocasiones, el agua salada de los recuerdos tristes las mojan para hacer sentir el dolor una y otra vez, como si todo se hubiera parado en aquel momento. Y es que, en muchas ocasiones, las cosas no se superan; simplemente, se aprende a vivir con ellas.
Aquello de que "las desgracias nunca viene solas" puede darse la vuelta y compensarse con algo que te haga mantener viva la llama, por pequeña que sea, de las ganas de vivir. Y hablo desde fuera, realmente, porque esto que cuento, y que solo ellos entenderán, pasa por mi vida como una mera -y destrozadora- anécdota que tengo muy presente, pero cuyos acontecimientos no puedo llegar ni siquiera a imaginar.
Década tras otra, con el apoyo mutuo y el amor como única bandera dentro de un mismo hogar, consiguieron salir adelante, a pesar de haber sufrido aquello que, de veras, nadie debería experimentar. Imagínense si debe ser duro, que quien escribe estas líneas lo hace con la piel de gallina y un nudo en la garganta, al pensar que puede ser él mismo quien actúe de agua salada sobre las ya mencionadas heridas.
No obstante, todo esto no es más que una retahíla para llegar a la bonita conclusión de que la vida, al final, acaba siendo justa con quien se lo merece, a pesar del dolor pasado. Hoy, quienes sufrieron en sus carnes este terrible episodio hace justo 30 años, acunan en sus brazos una nueva razón para vivir. Porque siempre hay que buscar razones para vivir y porque, amén de que en algún momento todo se convierta en un pedregoso camino sin luz al final del túnel, cuando menos te lo esperes, un día te levantarás y verás cómo de nuevo entra el sol por tu habitación.
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