Lo confieso. Esto de las cofradías es imprevisible. Nunca hice periodismo cofrade hasta incorporarme a la redacción de este periódico y poco podría vaticinar que los vaticinios en las cofradías son poco o nada vaticinables (valgan las redundancias).

Cuando todo estaba a un cuarto de hora para que la plaza del Banco fuera una realidad el pleno nos dio una lección de criterio y rechazó la propuesta. Después vino otro pleno que daba por hecho la extirpación de Aladro y, mire usted por dónde, aquello se quedó en aguas de borrajas y no pasó nada. Al menos de momento. Lo único que nos queda por ver es que Pasión y la Borriquita se reúnan para ver quién pasa primero y cuando acabe la reunión se haya decidido que la cofradía de la zona este de la ciudad abre los cortejos procesionales en la Semana Mayor.

Nunca sabremos la hora en la que el Prendimiento se recogerá en su gitana iglesia de Santiago. Y tampoco podremos suponer si para el año que está a punto de inaugurarse habrá una, quizá dos, o hasta tres salidas extraordinarias.

Dicen que Dios escribe derecho en renglones torcidos. Y quizá sea por esta razón por lo que la previsibilidad en las cofradías es algo que nos empecinamos en practicar para quedarnos en más absoluto de los ridículos. También, quizá, en esto radique su encanto. Nunca hice periodismo cofrade. Pero he de reconocer que es ciertamente apasionante en determinados momentos. La bola de cristal y las hermandades son incompatibles. Que nadie me pregunte por la calle qué sucederá con esto de la carrera oficial porque me rindo. Marqués de Domecq, carruaje o monumento de las cofradías podría ser. O quizá el Tigre. Vaya usted a saber. Los visionarios poco tienen que hacer. Sólo sabemos que la Piedad, el Señor de la Cena o el San Juan del Desconsuelo no perderán nunca su elegancia y su perfección. Pero eso, que quieren que les diga, no es muy complicado de vaticinar.

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