Desde la espadaña

Felipe Ortuno M.

Atardeceres

03 de septiembre 2025 - 03:06

Hay veces que la vida se diluye en atardeceres, que los pensamientos caen, que las caricias se difuminan. No hay día que no tenga su crepúsculo, ni causa alguna que no decaiga, ni cuerpo que permanezca erguido como una estatua. Todo tiene su indefectible poniente. Hay tardes en que la vida se diluye entre luces anaranjadas, tardes de vagos reflejos que llevan a la memoria, al ensueño de aquellos otros momentos que sólo fueron amaneceres. Es el péndulo del tiempo, el axioma inexcusable de la balanza, la justa realidad que se ha de asumir a la tarde de todos los caminos.

Hoy es un día de esos en que, sentado junto al mar, la mirada se me pierde por el horizonte, como un barco que navega en lontananza hacia no se sabe dónde; o sí, aunque no se sepa a ciencia cierta. Tarde de ponientes, a la vera del mar con reflejos de sueños en el horizonte, navegando por la línea última, cuando el sol se cae, como los párpados, queriendo explorar ese más allá que se esconde en los deseos. Camino por las crestas de espuma, surfeo hábilmente por las imposibles aguas, hasta extender el yo, tanto como puedo, al ritmo del vaivén que produce el oleaje. Respiro profundamente y siento bombear el pecho al mismo son que marcan las olas en la orilla.

Va y viene la mente libre, vuela, sube y baja, se mueve entre nubes y gaviotas que graznan al compás que marca el mar cuando se oye el sonido profundo de las caracolas. Es la tarde lo que siento, el abrazo envolvente del obscurecer, cuando se modula la fatiga del día y te abraza el cansancio del camino. Entonces dejo que la fantasía estrafalaria se apodere de mi respiración, y no me importa que la levantera esculpa sobre mi frente la más extraña locura imaginada. Eso sólo puede ocurrir por la tarde, cuando las obras grabadas en la arena se las lleva el mar al olvido. Te das cuenta de cómo por la tarde la consistencia del día se tiene que forjar para un propósito: cuando todo queda abierto al más allá, a ese no saber qué, que siempre te lleva a desplegar las alas, hasta darle sentido a la indigente pisada, que, en la arena, se destruye con la primera subida de la marea. Y todo queda en nada, como si hubieras edificado un castillo de arena con tu vida, un castillo que se desmorona con el beso del mar cuando llega la tarde.

Hoy he pisado la arena de la playa, he esculpido un sueño para que se lo lleve la corriente, como todos los sueños, como todo en la vida cuando llega la tarde. Es el tiempo exacto que tarda una ola en darle sentido a las huellas; es la hora en que se apaga el sol por fuera y se enciende dentro. La tarde somete al entendimiento, cuando se contempla la vida, o la vida te contempla a tí, que no sé cuál sea el orden.

Ahí estamos todos, a la caída de la tarde, en ese momento nebuloso en que ¡oh paradoja! se nos abre el entendimiento y discernimos entre la luz verdadera y esas otras luces de neón que nos tienen confundidos. Todo se convierte en tarde, porque pasa el tiempo, porque la vida pasa y se calma en la tarde, porque se adueña la melancolía de la belleza efímera y todo se viste de auténtico; porque la tarde te desnuda con la misma delicadeza que el amante a su amada, te despoja de todo menos de la caricia que te devuelve al sentido de las cosas. Es el paso del día a la noche luminosa, a la extraña sensación de verte trasformado por todo lo vivido.

La tarde es un péndulo de fases, una transición de vida, un periodo de lucidez inefable, como si Dios te imprimiera el tiempo indefinido que marca el reloj de todas las cosas. Los atardeceres se convierten en extraños espejos de la vida, como si un diván psicológico se adueñara de ti y vieras en ello la secuencia vital de lo que eres: tiempo y espacio, que lo es todo, simplemente mirando el rosicler de una puesta de sol. Eso basta para entender la vida de otra manera. Ver ahí la belleza que tiene la existencia, la serenidad que dan los colores del crepúsculo cuando evocan el universo y dejas las prisas para quedar atrapado en lo esencial: una puesta de sol por equipaje; luego, serenamente, cuando todo se refleja en el horizonte, contemplas la pincelada sorprendente que regala el hacedor.

No hay otro misterio; y todo se hace, a la vez, misterio revelador: belleza, serenidad e infinito. También es ocaso, y melancolía de todo lo que se acaba. También lo es, como el sol cuando se esconde; pero con la promesa y esperanza de un nuevo amanecer. La tarde es fugaz, como la vida, como los pensamientos que vuelan con el viento de poniente y te dejan frío, como todo lo que pasa y te abandona. La vida es una tarde mirando el horizonte mientras pasa; es eso y más, es lo que pasa y lo que queda, lo vivido y lo esperado, es una puesta de sol mientras se pinta el cielo de colores, un suspiro, una caricia, un mar en calma reflejando la luna, una tarde cualquiera es un todo de vida.

La vida entera es un atardecer en una playa contemplando el camino realizado y abriendo los ojos a la esperanza de cumplir un nuevo deseo. Me gustan los amaneceres, pero prefiero los atardeceres. Son momentos mágicos que, previos a la noche, contribuyen a los secretos inescrutables de la felicidad. Hay oro y sangre, cuando sabemos que soñamos. Sí, hay veces que la vida se diluye entre luces anaranjadas de tardes y ponientes...

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