De cobardes y valientes

28 de mayo 2025 - 03:04

Admiro la valentía y el arrojo; tanto como odio la cobardía de quienes se escabullen y esconden. Para aquellos, mi caluroso encomio; para éstos, vómito y desprecio. Admito cierta falta de ánimo en quienes transitan por alguna eventualidad patológica, acepto el apocamiento de carácter; pero insulto con mi más sincera consideración al pusilánime cobarde que traiciona por retaguardia. Con estos que se amilanan en la barrera ¡cuidado! Son cortos en público, pero, así que se amparan en una madriguera, te la meten hasta la enclavación.

Arrojarse a la arena requiere coraje y bizarría, y de estos valores hay últimamente escasez manifiesta. Comprendo que, ante situaciones difíciles, ciertas personas necesiten preparación psicológica y fuerte personalidad, alcanzo a justificar su prevención; pero nunca su cobardía ante morlacos que tienen que ver con la honestidad y las virtudes elementales de la existencia social. Ahí no. La España de la corrupción necesita de gente valiente, capaz de formular denuncias que lleven a todos los bribones a respetar la legalidad vulnerada. Pareciera que faltara conciencia social, como si la cultura y la educación obviaran el compromiso que todos los ciudadanos tenemos de luchar contra la megalomanía de ciertas personalidades antisociales. Sobran ejemplos en todos los órdenes de la vida, hasta en el trabajo más elemental, donde se confunde compañerismo con ocultamiento corporativista

¿Quién se atreve a señalar a quienes incumplen con la decencia y la honestidad? Comenzando por el fiscal general, que debiera, no ha querido ¿Seríamos insolidarios por el hecho de señalar al ladrón y ponerle nombre al caco? Ciertamente no. La cobardía no es un apocamiento de la personalidad sino un envilecimiento manifiesto ante situaciones injustas y detestables. Si queremos tener credibilidad, nuestra lucha tiene que estar inspirada en la trasparencia y en el desenmascaramiento de tanto indeseable que utiliza su puesto y posición para traficar con lo ajeno.

Gente de pocos principios y escasos fines, que manchan cuanto tocan y corrompen sin miramiento el tejido social. No digo con esto que tengamos que hacer un Estado cotilla de unos contra otros, sino de señalar, cuando la ocasión lo pida y el hecho lo merezca, sin miedo, con arrojo y valentía.

Dar la cara, como se dice en la calle, y no escondernos ante los abrojos que deshonran el camino. Y si hay miedo, será porque tenemos menos principios que quienes los mancillan; si esto es así, con menos valores que el salpicadero un panda, apañados vamos. Un gobierno corrupto se ampara en la cobardía de sus ciudadanos, en el seguidismo de los correligionarios y en la aceptación por parte de todos de que más vale dejar pasar que declarar la guerra a quien nos desconsidera y desprecia con su actuación indecente.

Y lo sabemos. Y ellos saben que lo sabemos, que es peor. Cinismo y cobardía, emparejados hasta la desfachatez. Cuando éramos niños, traficábamos con el chivateo a cambio de bolindres, gomas y lápices, y nuestra riqueza se basaba en el ‘no lo cuento’ a cambio de…; de este modo, llegué a tener caudal infantil y mafia propia, que me sirvió para no ser castigado más de lo debido, que era mucho. Pero ya no somos infantes, y los valores han de prevalecer, y la virtud ha de sobresalir ¿Qué sería de nosotros entonces, si la dignidad y la honradez no formaran parte de nuestro tejido? ¿O es que la defensa a ultranza de la naturaleza despersonalizada justifica la ley de la selva y el equilibrio ecológico se basa en la supremacía de los más fuertes?

El pez gordo se ha comido al chico, y no hay dios que lo pare. O ponemos pié en pared al estado de corrupción, instalado en todos los niveles, o esto se va a los mismísimos carajos. No podemos transigir con ninguna institución, ni eclesiásticas ni civiles, que justifiquen las tropelías y desaguisados existentes. Nada de corporativismo. Lo que é, é. A los puercos hay que darles su sanmartín y a los corruptos su merecido. La ‘omertá’, como código de silencio y regla de conducta, no hace sino acrecentar el borreguismo de los cobardes y la corruptela de los indeseables. Ni volver la grupa, si se va a caballo, ni enseñar el trasero si se es peón. Habrá que decir con Manuel José Quintana: ‘Perdona, madre España. La flaqueza de tus cobardes hijos pudo sola así enlutar tu sin igual belleza’.

Hay demasiado ‘cobista’ que vende su honor por migajas. Eso, jamás, porque ‘es patrimonio del alma’. Anda la valentía y la cobardía en singular batalla. Pero se ve que la flojera de los hombres de poco espíritu - ¡oh paradoja! - lleva las de ganar. Los apocados son la fuerza de los corruptos que saben comprarlos sin medida y ya tienen legión entre sus filas. ¿Habrá algún valiente que, como David, haga frente al filisteo? ¿Dejaremos que nos sigan fornicando, como si fuéramos el sujeto paciente de la profesión más antigua del mundo? Ante la corrupción sistémica que nos aborda necesitamos gente valiente capaz de acometer una empresa arriesgada a pesar del peligro y el temor que suscita.

Gente animosa y corajuda que contrarreste la cobardía reinante y nos devuelva la dignidad perdida en tantos años de saqueo moral y político. Ciudadanos que, en los actos cotidianos, sepan llamar al pan, pan, y al vino, vino, con honor, delicadeza y verdad. Esta es la revolución copernicana pendiente, la vuelta de tortilla que dé crédito a lo que somos y hemos perdido.

Recuperemos la integridad de acuerdo con los valores y principios que tengamos, reconquistemos la coherencia que guíe con el comportamiento intachable el rescate de un Estado fallido, como España, tan llena de cobardes ahora como valientes hubo tenido. Un Don Pelayo de Covadonga que le haga frente a la traición de Don Rodrigo.

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