-si yo sigo corriendo en el Mundial, es por venir a la Feria.

Me lo dijo ayer, tal como se bajaba de la moto, mientras sorbía con pajita un líquido que, no es por nada, hizo el mismo ruido que hace el rebujito cuando solo queda hielo.

Ya me parecía a mí raro que un piloto como Rossi, con más edad de estar jugando al dominó que de andar dando volteretas por los circuitos, llevara tantos años viniendo a Jerez sin faltar (y siempre por mayo, mira qué casualidad), con la única excusa de correr en moto.

Todo esto me lo estaba contando mientras se quitaba el mono de cuero, se plantaba un clavel reventón y cambiaba el casco de colorines por un sombrero de ala ancha (que no será lo más idóneo para montarse en una Yamaha oficial, pero que va que ni pintado cuando lo que toca es pegarse un garbeo por el Real y ronear al itálico modo.)

Para demostrar que el buen periodismo no está reñido con las meditaciones metafísicas, le pregunté qué es lo que más le gusta de la Feria:

-No monto a caballo porque tienen demasiadas patas y es muy difícil tumbarse en las curvas. Pero me encanta entrar en los boxes de la Feria, sobre todo para brindar con esa gente tan graciosa que se pasa el día abrazándose como si fueran napolitanos.

Aunque tenga la manía de llamar boxes a las casetas, Valentino conoce bien el terreno y no es de esos italianos que se columpian pidiendo serranitos con mortadela o preguntando al camarero si les puede traer media botellita de lambrusco. Si acaso, cuando se arranca por sevillanas, se le nota un poco la vena guiri, porque me las baila con cierto aire de tarantela y a unas velocidades que hacen pensar que va a marcar la vuelta rápida. Pero nadie nace sabiendo. Y menos un ragazzo fogoso como él. ¿Saben dónde lo dejé anoche dispuesto a partirse el cobre? En los coches de choques, chillando no sé qué de Márquez. No me pregunten por qué.