Progresar es algo tan sencillo como avanzar. El mundo está sometido al progreso y sus moradores condenados al avance. De momento, nadie tiene capacidad para frenar el mundo y, menos aún, para darle marcha atrás. Así que, en cierto modo, todos somos progresistas con la misma naturalidad que respiramos o tosemos.

Pero el avance, -por sí mismo-, no es cosa buena ni mala. Si avanzamos en la solución del cáncer, podrá ser algo bueno. Si avanzamos hacia un precipicio, nos despeñaremos con seguridad.

En la política española, el Partido Progresista nació con las reformas de Mendizábal, allá por 1835, proveniente del ala ‘exaltada’ de los liberales. Algo así como Esperanza Aguirre, pero en exaltada. Nada que ver con lo que hoy quieren que entendamos por progresismo.

Actualmente, ser progresista es cosa de izquierda y por contraposición, ser conservador es cosa ‘derechosa’. Además, gracias a los medios de comunicación, -que obedecen perrunamente a sus bienhechores-, el progreso siempre se asocia con cosas buenas, mientras que el conservadurismo parece que solo quiera mantener lo malo y lo zafio. Por si no fuera suficiente, el gobierno nos hace comulgar con el carácter progresista de la extrema derecha catalana y vasca. Un discurso para memos, infumable.

Esta idea de lo progresista, o progre para los amigos, ha saltado a otros campos. Y así se habla de jueces progresistas, a saber, del gusto de la izquierda. Incluso de Iglesia progresista, a saber, del mismo gusto. Pero si la Constitución o los Evangelios permiten una lectura distinta según te pongas las gafas de la izquierda o de la derecha; ni la una, ni los otros serán confiables y podrían ser arrojados al cubo de la basura. A finales de 2023, las altas jerarquías nos han dado gafas para leer ambos libros, tanto por la izquierda como por la derecha. Se buscan basureros para arrojar libros o jerarquías. Elijan ustedes.