El parqué
Descensos significativos
Desde la espadaña
Ignoro si el actual Papa León XIV, además de ser aficionado al tenis y al beisbol, es taurómaco. Podría ser, habida cuenta del cuarterón carpetovetónico que lleva en su ascendencia. Lo digo porque hubo Pontífices que sí lo eran, y practicaban, como corresponde a la fe. En el Vaticano se corrieron toros en infinidad de ocasiones. Cuentan que el Papa Calixto III, Alfonso Borja para más señas, allá por 1455, corrió toros en la antigua plaza de San Pedro. Como era valenciano y se celebraba la canonización de un paisano suyo, el dominico Vicente Ferrer, no hubo mejor festejo que éste, para que el Sumo Pontífice mostrara en la arena, porque no era ruedo, sus habilidades en la justa taurina.
La fuerte influencia hispana en la península de la Bota era muy a considerar (véase la historia) hasta este punto de afición taurina. Confieso desconocer si tan mítica práctica sigue aún vigente por la bendita Vitulia. De Alejandro VI se dice que toreó a pié haciendo quites de estampa inolvidable. Fue con motivo de la toma de Granada por los Reyes Católicos cuando se celebraron grandes fiestas en la Plaza Navona y que allí el Papa tomó los trastos y se lució en el arte del Cúchares venidero. Y es que los Borgia tenían mucha talega en todo lo que se proponían.
No fueron los únicos que torearon, que también lo hizo León X, Pablo III y otros Vicarios de Cristo quienes corrieron toros por el Vaticano. De Lucrecia Borgia no hablo porque sería menester introducir una variable cornúpeta que no corresponde al caso. Como todo tiene su contrarréplica, también surgieron los antitaurinos. Fue Pio V, allá por 1567, quien se propuso perseguir a los amantes de la fiesta y condenó a todos los seguidores de la tauromaquia con la pena de excomunión (aunque lo hiciera por preservar la vida humana del peligro innecesario y no por los animales) ¡No hubiera hecho tal cosa!
Clero y monjes, salvo los legos, tenían prohibido incluso la asistencia en gradas; de cuya desobediencia hay fehacientes pruebas en la historia. Y así otros muchos impedimentos a todo aquel que se considerase cristiano. Dicen que Gregorio VII, un poco más indulgente, permitió la excepción de asistir a las funciones a los frailes y mendicantes. Quizá previendo que las bulas a macha martillo no surten casi nunca los efectos deseados, y que más vale condescender que oponerse a todo y a todos, que terminan enfrentados, o yéndose.
Con la Revolución francesa de los jacobinos, España vuelve a estar en la picota, y el guaperas de Godoy, de chulesca apariencia, valido y amante de reinas, decreta la abolición de la fiesta ¡valiente personaje! Aspiraba a la gloria y la Historia lo envió a la mierda. Por quitar los toros le dieron a él la puntilla ¡necio! Al parecer, cuando vuelve del exilio el rey felón, consciente de su error, pasa de la prohibición a volcarse con los toros creando escuelas taurinas. De algo le sirvieron los cuernos que le pusieron. Nada nuevo bajo el sol, porque los antitaurinos coexisten en la tauromaquia desde sus inicios hasta hoy. Y cuanto más ilustrados, peor; porque ni Alfonso X ‘El Sabio’ entendió al pueblo en este asunto, llamando ‘infames a todos aquellos que lidiaran reses por dinero’. Ni Carlos III ni Carlos IV estuvieron, en este asunto español, a la altura de las circunstancias. Es curioso que fuera José Bonaparte el que autorizara la fiesta sin temor a la excomunión del Vaticano, y los toros no fueron abolidos, “ni abolidos ni los abolirán” cantaban los españoles.
Han cambiado las tornas y los Papas reciben en audiencia a innumerables toreros. Algo querrá decir. Cuando Benedicto XVI visitó a la conflictiva España, a punto de poner el pié en el avión de vuelta, el fervor popular gritó ¡torero, torero, torero! Quizás porque no está reñido lo divino con lo humano. Lástima que un Papa tan importante como Pio V, primero que vistió la sotana blanca, alentó la Liga Santa contra los otomanos y publicó la doctrina del concilio de Trento, tenga que ser recordado, contra mi deseo, por tan insigne payasada antitaurina. Pero hasta el mejor escriba hecha un borrón.
De todos modos, España fue siempre por sus fueros y el católico rey Felipe II nunca hizo lidia de tal prohibición. Ha podido más la fuerza de la tradición de los festejos, la idiosincrasia nacional y el valor consuetudinario que las bulas papales. Cuentan las crónicas que habiendo recibido Felipe II el contenido de la bula, con mucha socarronería espetó: “Pues a fe que os podéis divertir sin contrariar la decisión de nuestro Santo Padre”. Los asistentes extrañados preguntaron ¿Cómo? Apuntaló: “Pues corriendo vacas”. Se ve el poco caso que hizo. Pero es que, además, la fiesta tiene profunda raíz religiosa.
Quizá por ello el ministro de cultura ha dejado clara su animadversión a la fiesta suprimiendo el Premio Nacional de Tauromaquia. Todo un detalle al repudiar el art. 46 de la Constitución. Afortunadamente la fiesta está en alza y las gradas se llenan, como nunca, de gente joven y aficionada, a pesar del ostracismo informativo que lo desestima. Allá ellos.
Para el medianamente entendido comprobará que en la tauromaquia hay una explosión de ritos religiosos como en ningún otro sitio. Todo respira misterio. Todo Eucaristía. Toda una mística difícil de contener en tan breves líneas, pero sin duda sugerentes para quien ostenta el nombre de Santo Padre ¿Será taurino habiendo sido obispo de Chiclayo donde se encuentra una de las Plazas de toros más importantes del Perú? Allí actuó el jerezano Fermín Bohórquez (padre), en el 63, precisamente en la inauguración de la misma. Desearía que lo fuera; de no ser así siempre nos quedará Morante Papa. Un espectáculo empapado de misterio que, allá por el s. XIX, supo aprovechar el mercedario Fray Pablo Negrón, hijo de Estepa, quien capeó con irregular éxito en plazas y corrales de Lima. Y que Dios reparta suerte.
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