Desde la espadaña

Felipe Ortuno M.

El útero materno

24 de diciembre 2025 - 03:07

No todos los úteros están preparados para dejar que un embrión anide en sus paredes. No todas las matrices permiten que el óvulo pueda ser fertilizado. Hay quien abre los brazos a la vida y quien la rechaza, quien ofrece cobijo y quien lo niega. Así comienza la vida: un feto protegido que crece en un útero que se expande hasta el momento del nacimiento. De ahí viene madre, de matrix, del hueco originario donde comienza la vida, donde se entrega la savia, el sentido umbilical de procedencia, de donde parte todo y en donde se enraíza el ser.

En el embarazo nos acomodamos y recibimos el alimento primigenio, los pálpitos del corazón y la primera caricia protectora. Poco a poco nos llega el aliento de la vida, los sonidos del exterior, las corazonadas de nuestra madre que van resueltas en lunas de esperanza y sensaciones inauditas. Nos vamos adaptando en el seno, nadando en el saco amniótico de la vida, amortiguando golpes, atemperando el cuerpo, desarrollando los huesos y configurando el alma. Decir vientre es tanto como decir madre, como decir muralla protectora, tanto como decir iniciadora de vida y sustento. Ese primer paraíso sostendrá la utopía del reencuentro futuro.

La vida es una vuelta a la madre, a esa concavidad pequeña e incandescente que es el útero ¿Acaso no es fuego parir, dar calor en medio de la noche y luz a tantos que esperan? La madre, la mía, la vuestra, la universal define la vida y la muerte, porque es en ella donde nos reflejamos para siempre. Sin ella nada se vería igual, porque si ella falta todo cambia y se conmueven los cimientos que nos sustentan. Todo es ella en esos primeros momentos de dependencia, y todos los siguientes momentos que nos referencian: aliento y cobijo, aunque sea en un establo.

Dios lo sabía muy bien, y quiso dar ese paso de la desproporción: revestirse de madre en María y ser fruto de su vientre, hasta superar el absurdo de pasar de lo eterno a lo carnal, de blandir rayos que fulminan a comer pescado con las manos, de crear por la palabra a ser palabra embrionaria. Todo un Dios expresándose en debilidad, sin truenos, sin terremotos, sin estallidos, sin invadir, sin competir. EL Todopoderoso en discreción, como los lirios del campo, sin trompetas, como un surco abierto sobre la tierra, como una semilla derramada en el útero de una mujer.

Dios en la matriz de la tierra, en el arraigo de una familia que le cuida, dentro de un pueblo, religado a la madre como nutriente sagrado de la existencia. Quien busque verdades que mire a la madre con el niño, quien busque palabras que vea la palabra hecha carne, quien busque razones que oiga el latido del corazón. Verdad, palabra y latido, sobre todo silencio, acaso lo más adecuado ante el nacimiento. Aquí se entraña y desentraña el sentido de la vida: una madre con un niño ¿Estará Dios en el vientre de una mujer? ¿Será Dios un útero de protección? ¿Acaso sea la madre referencia de absoluto?

El Hijo de Dios tiene madre y a Dios se le entiende a partir de la madre, tiene encarnación en Eva, tiene seno y regazo, hombre en un nido de cualquier rama ‘¡Qué bien le viene al corazón su primer nido!’ (J. Ramón Jiménez). Ahí, entre estertores de parto, en el conticinio y a la luz de un candil, Dios brotando de una fuente cantarina, como una música de la primera contracción materna. Que el santuario de la Trinidad está en el útero de una mujer.

Sin parloteo, sin ruido, en la cavidad de una cueva, desde el arraigo de una matriz, todo un Dios hecho hombre, balbuceando un misterio que no alcanza a entender ni el hombre más sabio de este mundo. Sin pretensión de señorío, sólo el estupor de una madre que no entiende y un padre desconcertado ¿Es Dios? “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6, 60) El Dios inefable hecho niño en manos de una doncella primeriza, todo el Olimpo entre pajas ¿Y quién es la madre?: tierra y espíritu, respeto a la vida y esperanza de la humanidad. De ella venimos, del entramado de sus entrañas, del latido primigenio y de su sangre, de su todo y de su nada, de su puerta que da la entrada al mundo.

Dios ha nacido en debilidad; lo ha querido así, desafiando la indigencia, como un acto supremo de rebeldía, como una espada que se irá afilando en jornadas sucesivas. Entre tanto, la madre, llevando en el corazón la ininteligible presencia de lo alto, abierta al misterio, quizá para volver a concebir, quién sabe si para volver a ser el útero de otros hijos, quién sabe si para volver a recostar en su regazo la macilenta carne de tantos hombres. Puede haber navidad cuando alguien pre-siente al hijo, cuando entre bambalinas se habla con Dios y a-siente en su palabra, cuando dice sí y se hace cuerpo abierto, ovula con Dios y deja que sea la extensión de su útero, como una matriz derramada, dejándose cubrir por su palabra, en libertad con-sentida.

Porque sí, porque Dios merece la pena y la razón hay que perderla por amor, por un hijo que diga después ¡madre!, por un mar que nos inunde de olas, por una luz que nos dé alma, por una criatura que llama a la puerta y abre. Hay navidad porque hay madres que hablan desde las entrañas. Hay navidad cuando se abren los úteros y dejan concebir la palabra. Hay navidad donde los óvulos quedan fecundados, donde los embriones crecen y se expande la vida. Hay navidad desde el instante de la concepción, en esa primera falta anunciando que no falta nada, en ese silencio intuitivo donde sobran las palabras. Hay navidad donde una mujer le dice a Dios que sí, y queda en gravidez su alma.

stats