Aula magna

No sin melancolía recordamos aquellas clases en las que aprendíamos disciplinas que ya sólo cursan unos pocos

Convocados por una gran estudiosa y querida amiga, Yolanda Morató, unos cuantos lectores de Manuel Chaves Nogales nos reunimos el otro día en el Aula Magna de la vieja Facultad de Letras, escenario mítico de la remota juventud donde hacía tiempo que no entrábamos y en el que los únicos cambios apreciables eran la desaparición de la peligrosa tarima –de hecho innecesaria por la inclinación de las gradas– y una enorme pantalla digital que a juzgar por los restos de tiza no había jubilado del todo a la pizarra analógica. De camino por el impresionante edificio, como otras veces, a través de los corredores y los patios sucesivos, podía verse que todo seguía más o menos igual, aunque hace mucho que cerró el bar de la primera planta en el que pasamos tantas horas felices, antes o después de las clases o de tomar el sol en la cubierta aneja donde se mezclaban, con alegre promiscuidad, los alumnos de Historia y los de Filología, de algún modo hermanados frente a los mucho más numerosos de Derecho, que amenazaban con extenderse por todo el recinto y al final –caprichos del destino– fueron ellos los exiliados. Pasamos a menudo cerca, pero no solemos cruzar los umbrales por temor a no ver lo que entonces veíamos, conscientes desde el primer día de habitar un espacio único que la megalomanía municipal querría hoy ver transformado en otra cosa, o sea carente de la vida que le dan los bachilleres bendecidos por el privilegio de formarse y holgar “entre estos muros donde siempre el tiempo / se muestra joven en los mismos rostros”, como dijo el poeta. Las trazas intactas del aula, los largos pasillos casi vacíos en las últimas horas, el eco de los propios pasos, todo contribuía al conocido efecto de la reminiscencia. Al otro lado del balcón o ventanal donde fumábamos un cigarrillo furtivo, como en los viejos tiempos, la tarde era tibia y un grupo de estudiantes retozaba en la hierba, estampa idéntica a las que hace más de treinta años –en un paisaje donde tampoco nada ha cambiado, aunque sí lo hayan hecho las inmediaciones, repletas de franquicias y tomadas por el turismo de masas– protagonizaban muchachos muy parecidos a ellos, que apenas podían intuir los profundos cambios que se avecinaban. No sin melancolía recordamos aquellas clases atestadas en las que aprendíamos disciplinas que ya sólo cursan unos pocos, obstinados continuadores de una tradición de siglos. Nos cuentan muchos profesores que desde la pandemia no hay el mismo trajín de antes y que los alumnos se han acostumbrado a las conexiones telemáticas, pero los que vemos son como éramos y la tarde de noviembre tiene algo intemporal que es también imperecedero.

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