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SI no fuera por la colección de reformas educativas que llevamos en poco tiempo, uno tendría muy claro por dónde cae el cabo de Finisterre, quién escribió La Regenta y cuántas manzanas quedarían en el canasto si de las doce que fuiste a comprar, en un ataque de bulimia te comiste la mitad por el camino. Pero como estas leyes de la enseñanza cambian a un ritmo enloquecido, es lógico que pase lo que pasa: que un buen puñado de jóvenes, después de haberse encerrado miles de horas en un aula, acaban su formación académica con una especie de empanada mental que les impide verificar si América la descubrió Clara Campoamor o si fueron Los Tres Mosqueteros.
Gracias al espíritu revanchista de unos gobiernos que se afanan en llevarle la contraria al que tuvo antes la sartén por el mango, ya hemos perdido la cuenta de las reformas que llevamos en pocos lustros. Con tanta mudanza en los planes de estudio, tanto corregir libros de texto y tanto laberinto pedagógico, al final muchos alumnos no dan pie con bola, mientras sus maestros tampoco saben ya si se dedican a la docencia o al pastoreo. Y es una pena porque, con tanta soba, si esas continuas renovaciones hubieran logrado mejorar aunque fuera una pizca a la anterior, hoy tendríamos un modelo educativo como para afrontar la era espacial.
Pero no. De era espacial, nada, porque tras haber hecho y deshecho una y mil veces lo mismo, el debate se mantiene anclado en unos términos medievales. Después de cambiar las cosas para que todo siga igual, todavía se discute el peso que debe tener la enseñanza de la religión en el expediente académico, cuál es el idioma que hay que manejar cuando se imparten clases en el Penedés y, cómo no, si conviene liquidar de los planes de estudio una asignatura más bien anecdótica como es la Educación para la Ciudadanía.
Con unos índices de analfabetismo que dan repeluco, seguir cambiando las leyes alegremente puede resultar entretenido para un ministro que presume de venirse arriba cuando le llevan la contraria. Pero andar debatiendo si el dogma de la Inmaculada Concepción debe ser materia evaluable o no en semejantes circunstancias viene a ser como convocar una reunión extraordinaria de bomberos para ver de qué color tendrían que ser los uniformes mientras el monte se está quemando.
Y menos mal que vivimos en Andalucía, donde la Educación es una cuestión de máxima prioridad política. Han despedido a miles de profesores, todo hay que decirlo, y los que quedan ahora no dan abasto. Las instalaciones de muchos centros no tienen nada que envidiar en invierno a aquellas en las que impartió clases Fray Luis de León. El presupuesto no da a veces ni para las fotocopias, y las aulas de los institutos, también es cierto, se podrían confundir con latas de sardinas si no fuera porque en las latas de sardinas no suele haber pupitres. ¿Pero se queja alguien en Andalucía por no recibir las clases en castellano? Ventajas que no tendríamos si no fuera porque aquí se le da a la Educación el lugar que se merece.
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