el cuentahílos

Carmen / Oteo

Demodé

14 de marzo 2011 - 01:00

LOS diseñadores de moda actuales tienen pinta extraña. Es como si, por deformación profesional, de tanto cultivar la apariencia exterior, les atacara la enfermedad del feísmo. Los deportistas se lesionan, ellos se vuelven feos. Fíjense en el aspecto artificial de Donatella Versace con esos pelos amarillos y esos labios recauchutados o en Karl Lagarfield, que desde que adelgazó parece que le ha pasado una plancha por encima y sólo se le ven gafas, o en Valentino, que está tostado y garrapiñado, o en Galliano, que podría debutar en un circo pobre, de funámbulo, si no estuviera tan escuchimizado.

La decadencia del siglo XX y algunas de sus vanguardias incomprensibles, sometieron el arte a las leyes de mercado, convirtiendo las obras en bienes de consumo y a los artistas en diseñadores. Malo. Donde había emoción ahora hay cifras millonarias y donde antes empeño, ahora campaña publicitaria. La ley de la oferta y la demanda ha suplantado el misterio que encierra una obra de arte desde que nace hasta que alguien siente necesidad de poseerla. Del amor a la prostitución.

En ese escaparatismo donde todo es ¿arte? el lenguaje sirve de reclamo y a los cocineros se les bautiza como restauradores, al modisto se le llama diseñador y, diseñadores también, pero de interior, a los que decoran. Los marchantes son galeristas, y en lógica consecuencia, a los coleccionistas se les llama por su nombre, nuevos ricos.

El otro día Galliano, borracho, soltó un exabrupto desde su pedestal de cartón piedra. La casa Dior, que siempre había reído sus gracias y pagado sus caprichos, aprovechó la ocasión para largarle. En plena crisis sus desfiles resultaban muy caros y su excelsitud bien distante de la vulgaridad que pide Hollywood. No volveremos a ver a Ana Karenina bajarse del tren en una pasarela, ni a las bailarinas de Degas. No habrá quien pague sus excesos creativos, su exquisito gusto. Una pena.

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