Dictadores

Los tiranos del siglo XX disfrutaron de una base popular que asumió encantada el camino de la servidumbre

Como de casi todo en esta hora de España, en la que asistimos perplejos al renacimiento de los discursos guerracivilistas que creíamos enterrados para siempre, quizá se habla de dictadores con demasiada ligereza, pero también es verdad que en muchos casos las derivas autoritarias no se inician con un golpe de Estado o una revolución, sino a través de procesos graduales –señales hay, como las hay en otras naciones europeas– que conducen a lo mismo de forma paulatina y no necesariamente incompatible con los procedimientos formales de las democracias. La reciente publicación de la traducción española de Dictadores, el libro que ha dedicado Frank Dikötter al “culto a la personalidad en el siglo XX”, ofrece la ocasión de revisitar los itinerarios de ocho figuras –Mussolini, Hitler, Stalin y Mao, seguidos de Kim Il-sung, Duvalier, Ceaucescu y Mengistu– que encarnan a la perfección lo que un famoso pasaje de Hobbes, citado en el epígrafe, llamó el “deseo perpetuo e insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte”. Del historiador holandés conocíamos las dos entregas traducidas –no lo está todavía la que trata de la Revolución Cultural, tan celebrada un tiempo en Occidente– de su llamada “trilogía del pueblo”: La gran hambruna en la China de Mao, donde se narran las brutales y catastróficas consecuencias de la política que las autoridades llamaron, con su ampulosidad característica, el Gran Salto Adelante, y La tragedia de la liberación, donde se recrea con abundante documentación inédita la sanguinaria conquista del poder por los comunistas del país asiático, que devastó su inmenso territorio y redujo a los liberados a la condición de esclavos. Más sintético y divulgativo, este nuevo libro tiene la virtud de identificar un patrón similar para personajes y regímenes muy distintos que sin embargo tuvieron en común, entre otras cosas, una base popular –los déspotas de siglos pasados no buscaban esa clase de legitimidad– que al menos por un tiempo asumió encantada el camino de la servidumbre. Debemos a Jruschov, efímero impulsor del Deshielo tras la muerte de Stalin, la expresión –en rigor, “culto al individuo”– con la que denunció la “repugnante adulación” y los “delirios de grandeza” de su predecesor, desde entonces aceptada para describir las manifestaciones de devoción y la odiosa parafernalia que rodea a los líderes investidos de un poder mesiánico, literalmente omnímodo. Para Dikötter, que no deja de sugerir que conviene estar vigilantes para identificar el mal en las sociedades contemporáneas, este culto no es algo aberrante o marginal, sino un rasgo que se inserta “en el mismísimo corazón de la tiranía”.

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