Tierra de nadie
Alberto Nuñez Seoane
Palabras que el viento no se lleva
HE aquí un paladín del igualitarismo cuyo bicentenario de la muerte debemos conmemorar. Es creencia común que fue el inventor de la guillotina y murió con esta pesadumbre, recomendando a sus allegados que deshicieran el equívoco. Antes de hacerse médico había sido novicio jesuita y no quería morir con la carga de las maldiciones de tantos decapitados durante la Revolución Francesa y después, y no solo en Francia, sino en Suecia, Alemania y Rusia que la adoptaron. Le atormentaban los malos deseos de los innumerables parientes de los ejecutados y el encuentro en la otra vida con acusadoras cabezas cercenadas. No, el doctor Guillotin no inventó la guillotina, lo decimos en su descargo, sino que dio la idea en la Asamblea Nacional de construir un artilugio sencillo de manejar para ejecutar las penas de muerte sin diferenciación de clases, sexos ni jerarquías. Por esto merece un recuerdo democrático.
Los verdaderos autores de la guillotina fueron un carpintero llamado Schmitt y el doctor Louis, cirujano, encargado de perfeccionarla para que el corte fuera limpio y rápido y el condenado no sufriera. Le animaba un espíritu humanitario. Durante un tiempo el aparato se llamó louisette en honor del cirujano, pero pronto volvió a ser guillotina para disgusto de Guillotin, cuyos deseos eran solo los de humanizar las penas de los reos. Sus amigos lo consolaban diciéndole que las condenas a muerte se iban a ejecutar de todos modos, con guillotina o sin ella, y que él no tenía culpa alguna en las condenas, puesto que no era miembro de ningún tribunal. La pena de muerte era entonces generalmente aceptada, pero los revolucionarios dictaron tal número de condenas capitales injustas que la propia revolución fue cuestionada por los suyos.
Durante el Terror los guillotinamientos fueron tantos y la fiesta popular sangrienta, cruel y deshumanizada, al pie de guillotina de tan infame naturaleza, que el doctor Guillotin empezó a sufrir de melancolía y se le escapó algún comentario inconveniente sobre la intolerancia religiosa y la dulzura de vivir antes de la revolución. Fue detenido y cerca estuvo de probar el aparato que había recomendado, pero el golpe de Termidor, que dio fin a los excesos políticos y rectificó la deriva utopista revolucionaria, le salvó la vida. Considerado bienhechor de Francia y de la humanidad, vivió el resto de su vida dedicado a divulgar la vacuna contra la viruela. La pena de muerte fue su gloria y su dolor.
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