Chesterton, implacablemente democrático, tenía algo que afearle a la democracia tal y como la hemos terminado entendiendo. No podía aceptar que, para la inmensa mayoría, consista en que el duque de Norfolk sea igual a todo el mundo en vez de que todo el mundo sea igual al duque de Norfolk.

Lo he recordado con la polémica sobre el colegio de la princesa de Asturias. ¿Cómo es posible que no se haya aprovechado para que los padres de nuestras pequeñas princesas, desde las almenas espirituales de los ducados independientes de nuestras casas particulares, hayamos exigido al Estado más posibilidades de libertad real para escoger la educación de nuestros hijos?

¿Qué gana nadie obligando a la reina y al rey a escolarizar a su hija según la doxa pública dominante? Sin embargo, si uno reclama para sí las mismas posibilidades de libertad de elección de centro, ¡ah, entonces sí que todas las niñas son princesas de Asturias! O de su casa, que eso ya es un detalle menor, circunstancial.

Exigimos poco el cheque escolar. Esto es, el mecanismo para que lo que cuesta escolarizar a cualquier niño esté disponible para que sus padres (que pagaron los impuestos) lo puedan aplicar a la educación que ellos elijan. También sería magnífico que los colegios e institutos públicos tuviesen un margen mucho más amplio para acomodar su oferta educativa (en todos sus aspectos: docentes, metodológicos, disciplinarios, deportivos, etc.) a lo que los padres demandasen. En Inglaterra, se ha articulado mediante las llamadas "free schools", y ha sido un éxito pedagógico.

Otro ejemplo británico inspirador: las "grammar schools", colegios completamente públicos con los estándares de excelencia y hasta con las maneras de las escuelas más exquisitas. Con la diferencia de que, para entrar, basta la libertad de desearlo y un expediente sobresaliente. La Consejería podía hacer el experimento (un experimento con la tradición, más chestertoniano imposible) de abrir algunas "grammar schools" ; y ya vería.

La envidia es amarilla, decía Quevedo, porque muerde y no come. Pero también podemos aspirar a una envidia verde, de energía renovable, que canalice su fuerza hacia una sana emulación para la extensión de derechos y hasta de privilegios democráticos. Nuestras hijas no merecen menos que la princesa, que, desde luego, tampoco merece menos que la mejor educación que sus padres crean, para ella (y para España).

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