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DOS libros de Eugenio Trías marcaron profundamente a mi generación: El artista y la verdad (1975) y Lo bello y lo siniestro (1983). Y me refiero a lectores no especializados en la filosofía. Porque Trías tuvo, entre sus muchas virtudes, la de devolver a la filosofía su papel primordial de reflexión sobre todas las cosas que afectan a la común experiencia de la vida -la música o el cine junto a la ética, la metafísica o la religión- con una prosa inteligible dotada de una rara fuerza poética.
Le apasionaba tender puentes entre lo que el ensimismamiento de la filosofía, de las artes y de la religión había desunido. Eso sí: nada que ver con los popurrís posmodernos que mezclan una filosofía de receta, la impostura vanguardista y una religión de autoayuda. El proyecto de Trías era sincero, profundo y abarcador. Respondía a una íntima necesidad de cohesión entre lo separado por erróneos conceptos de especialización o por el desprecio hacia las formas de conocimiento a través de la emoción que se pueden dar en la experiencia estética o en la intuición de lo sagrado. "Si no aprende a dialogar con sus sombras, la razón perecerá, ya que no puede conquistarlas", escribió. Y con las sombras sólo pueden dialogar los símbolos, "porque son tentáculos de nuestra inteligencia para investigar el misterio, allende el límite, porque unen razón y emoción". La lógica del límite es su mayor legado filosófico.
Escribió páginas excepcionales sobre las experiencias estética y religiosa en libros y artículos -porque no desdeñó implicarse en los grandes debates "descendiendo" a la prensa- que, por ejemplo, desafiaban la estupidez del laicismo con el que la izquierda descafeinada disimula la apostasía de sus principios sociales, culturales y educativos: "No acepto la inferencia anti-religiosa, agnóstica o atea, que algunos extraen de sus defensas de una cultura laica moral y políticamente autónoma. Es propio de cierta mentalidad de progresismo infantil promover ese falaz nexo lógico. El pleno y legítimo derecho laico por poseer ámbitos independientes de reflexión y discusión en cuestiones morales, sin tutelas ni injerencias clericales, no permite deducir la inanidad de toda referencia religiosa. A los nuevos cruzados que promueven esa deducción les falta seriedad, sobriedad, rigor". Ha muerto cuando más falta hacía su libertad reflexiva, su clara profundidad y su valor sensato. Le echaremos de menos.
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