La Rayuela
Lola Quero
Rectores
Confabulario
La muerte de Ibáñez, tratada por nuestros compañeros con la melancolía oportuna, nos trae a la memoria el mundo breve del kiosko, donde la obra de Ibáñez, y la de tantos otros, tomó cuerpo mortal, para difundir la buena nueva del colorín y el humor, de la aventura y el misterio, entre la infancia más o menos ilustrada. Naturalmente, uno no quisiera ponerse lírico y evocativo con estas temperaturas; pero sí es cierto que es difícil concebir, a la vista de los actuales kioskos, la espléndida frondosidad que aguardaba al esperanzado cliente, cuando se acercaba a preguntar por el último tebeo de Mortadelo o de Spiderman, o ya más talluditos, los nuevos números de Muy interesante, El Jueves, Conocer, Mundo científico, Revista de Occidente, o cualquiera de los clásicos que se editaban, decorosamente y a buen precio, cada semana. Y como es lógico, los periódicos: fragantes, ordenados, irresistibles.
Todo esto aún lo encontramos en algún kiosko, pero ya como residuo de otra hora más alta, que fue la hora del papel prensa y de las grandes ediciones populares, donde muchos empezamos a leer, desde Cela y Sartre a Bertrand Russell y Einstein. Si existe una imagen concreta, valedera, expresiva de la cultura popular, es aquel acceso masivo a la excelencia cultural, por obra de las economías de escala. Ese mundo modesto, entre innumerables estrecheces y un escueto sueño de confort, es el que encontraremos en Ibáñez. El sueño, siempre aplazado, de la prosperidad; pero también, y con igual intensidad, la voluntad de sobreponerse y resistir, en espera de tiempos más clementes. El hecho de que Ibáñez, Escobar y Vázquez (por ceñirnos a cierta idea de costumbrismo), concibieran la realidad como una realidad adversa, cauterizada por el humor, distorsionada por la caricatura, humanizada por la inocencia a trompicones de sus protagonistas, es un extraordinario resumen, tanto de la sociedad retratada, como de un mundo en trance de modificación, gracias a estas vías, en apariencia inocuas. En tal sentido, Pepe Gotera y Otilio eran, a un tiempo, la caricatura y el tipo humano que las leía, riéndose de sus propias hazañas. Sin duda, en esa risa hubo mucho de melancolía; pero también, y en el mismo hecho de leerlo, un algo de refutación o de conjura.
Viendo reír a un hombre que leía, sentado en las gradas del viejo alcázar, Felipe IV dijo de él que “o era un loco o estaba leyendo El Quijote”. Muchos de los locos de hoy, antes hemos reído cuerdamente, durante horas inolvidables, con los personajes de Ibáñez.
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