La nueva normalidad no será muy nueva. Parece que poco ha cambiado, afortunadamente en algunos casos y por desgracia en muchos otros. Mascarillas para ver a los amigos, distancia social siempre que se pueda y poco más. El resto, casi igual. Hay gente que sale a la calle con banderas rojigualdas como si sólo le perteneciera a la ideología de los que la muestran, excluyendo al resto. Dimitir continúa siendo un ruso extraño, que no logra incluirse en el vocabulario de políticos que piden perdón con una soberbia que parece que te perdonan la vida.

Pensé que podría cambiar algo: la unidad de un país tan diverso como España. Decliné de este pensamiento cuando vi a una señora mayor envuelta en la rojigualda, reclamando una libertad difusa que no incluye a todos. Utilizar la bandera de un país para tus reclamaciones políticas hace que otros la rechacen. Luego, los que la utilizan reprochan a los excluidos no sentirse identificados con los símbolos. Pero es que las banderas significan, por mucho que al final sean trapos y colores. Como ejemplo, la arbonaida de aquellos hombres de luz que, a los hombres, alma de hombres les dimos.

Tampoco ha cambiado nada en la clase política. El perdón no es suficiente en muchos casos, pero menos cuando tratas de excusarte. Saldaña parece tener un escudo en el vino de la tierra, la no causa de muertes o en que los políticos no suelen pedir perdón. Sin embargo, quizás sólo sea el momento de decir lo siento, sin excusas ni peros, y poner de manifiesto que era el político más preparado del Ayuntamiento para volver a la vida privada.

Otro día hablaremos de lo que cambia para mejor en un mundo que debe modificar sus sistemas. Sin embargo, hay cosas que no se mueven.

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