
La ciudad y los días
Carlos Colón
Tontos del bote y de Harvard
Jerez/Era rubia como un susurro en tardes de solano. Dulce como un subrayado en las entrelíneas de un soneto que poetice la maternidad. Libre como una golondrina en plenitud. Silente como una sonrisa que tiende al rubor. Tranquila como una gacela en elegante quietud. De mirada azul cristalino, como un fondo de mar henchido de verdades. Blanca de piel, como el trasluz de cualquier otoño. Discreta como un abanico cerrado. Solvente como un perfume a punto de estreno. Generosa como un pan bendito. Callada, como una inspiración poética. Profunda como el lamento del saxofón. Pequeña como el frasco de las quintaesencias. Luminosa como un espectáculo de Broadway. Serena como un endecasílabo que habla de promesas cumplidas. Exacta como un terno a medida. Sincera como las palabras del apuntador. Pura como el llanto de un recién nacido. Familiar de la cuna a la sepultura. Amable dondequiera que iba. Creyente, como un desborde de Esperanza. De Esperanzas, de San Francisco a la Plazuela, de la Plazuela a San Francisco. Auténtica, como el fulgor de su conciencia. Jamás avarició fortuna ni poder. Su espiritualidad huía del hiperrealismo. Tenerla como amiga era un lujo en secreto. Daba mucho sin exigencias de reciprocidad. Su túnica nazarena era aún más anónima con ella dentro. Joven como el encanto de las rosas en el poema de José María Pemán.
La envergadura de su enfermedad apenas nadie jamás la supo. Ni siquiera la existencia de la rama tronchada de la misma salud maltrecha. Luchó heroicamente -es decir: sin decir esta boca es mía de cara a la galería- contra los flagelos del tratamiento. No quiso incomodar ni molestar a ninguno de sus muchos allegados. Fue como una ocultación inviolable sólo reservada para el ámbito familiar. Mientras tanto, buena cara al mal tiempo, trato cordial en una celeste filosofía de vida que ya anunciaba estertores de muerte en lontananza, mucha oración y demasiada valentía haciendo de tripas corazón, con lágrimas cayendo a veces sobre el envés de las mejillas. Se supo hija de Quien Camina hacia el Calvario y se supo y sabe madre -madraza- de su hija, a quien quiso con locura sobre la faz del mundo de los vivos y ahora sigue amando con destellos de eternidad -con aureola de estrella blanca en el alto cielo jerezano-. Como escribiera el sacerdote y periodista José Luis Martín Descalzo en su artículo ‘Alcanzar las estrellas’, “qué maravilla poder morirse sabiendo que nuestro paso por el mundo no ha sido inútil, que gracias a nosotros ha mejorado un pedacito del planeta, el corazón de una sola persona”.
Cuando la abrazabas advertías en la comisura de sus labios silenciosos ‘El cántico de las criaturas’ de San Francisco: “Loado seas, mi Señor, por quienes soportan enfermedad y tribulación: bienaventurados los que la sufren en paz pues de Ti, Altísimo, coronados serán”. De ella guardo un legado inmenso, precioso y limpio como un corazón de oro: la cantidad -innumerables e inmejorables en contenido y forma- de mensajes por WhatsApp que me enviara durante el verano de 2021, testimonios de empatía y fraternidad en torno a un bebé que nuestra protagonista llamó ya para siempre “campeón”. ¡Cómo sabía de qué hablaba entonces! Sus palabras -fontana de fuerza y alegría- brotaban como versos de Gerardo Diego: “Y un frescor en la lengua/ me reveló de pronto/ tu esencia más profunda”. El tono de su voz jamás fue campana sin badajo sino cántico de júbilo a los pies del Señor -su Manuel- que hace poco observara en su altar de piedra y mármol, de sueños y poesía, de testamento y ejemplaridad, un ramo de flores como anticipo del Paraíso. Cerca de la Virgen del Carmen reposan las cenizas de quien nos marcó ya para siempre. Y hoy rezamos por su descanso y por su espejo de sabiduría y humildad cristiana. El próximo mes de agosto hubiese cumplido 59 años. Cuando el 24 de septiembre busque en mi listado de teléfonos todas las Mercedes que conozco, para felicitarlas por su onomástica, caeré de nuevo en la cuenta que una de ellas brilla en las alturas como un signo de paz, como un alma que resplandece, como un diagnóstico de amor.
También te puede interesar
La ciudad y los días
Carlos Colón
Tontos del bote y de Harvard
La esquina
José Aguilar
Sánchez ignora al Parlamento
En tránsito
Eduardo Jordá
La vida
Por montera
Mariló Montero
La última víctima