Rafael Castaño

Kyaneos

El mundo de ayer

Los griegos antiguos sentirían el mismo asombro que nosotros al ver huracanes devastar el Mediterráneo

15 de septiembre 2023 - 00:15

Un camarero que me sirvió hace poco un vermú frente al embalse de Eugi tenía una extraña palabra tatuada en el antebrazo, junto a un velero: kyaneos. Google me dijo que así llamaban los griegos al color del mar. Y lo más curioso de todo esto es que kyaneos, que es de donde viene cian, designaba el color del vino oscuro. Creo que había oído o leído este dato en algún sitio antes de que el azar, frente al agua azulísima, me lo recordara: los griegos, rodeados de azul, navegantes del azul, hijos y dueños del azul, no conocían el azul, nuestro azul.

Tal vez Homero, el orador en cuyas obras más tarde alguien o él mismo dejaron escrita esta palabra, habitó un mundo en el que, por raro que nos parezca, el mar tuviera el color de un merlot. Es chocante y divertido pensar que, como en ciertos cuadros del primer Matisse, todo tenga un color distinto del que nuestros ojos se empeñan en confiarnos, y que asomados a la costa en Sanlúcar o en Chipiona las olas, de color dorado, rompan en realidad entre espumas y nubes de moscatel y amontillado.

Hay una ruptura entre los tiempos que tratamos de salvar. Los griegos antiguos sentirían el mismo asombro que nosotros al ver huracanes devastar el Mediterráneo, y al ver también que hemos tenido que inventar, con rudimentarias vendas y material de desecho, una nueva palabra para fijar esta inaprehensible manifestación de la naturaleza: medicanes. Huracanes del Mediterráneo, una palabra feísima que en realidad suena a médicos y a mexicanos y a perros.

Y aunque la realidad pareciera permanecer, también necesitaríamos nuevas palabras o imágenes o expectativas si estudiáramos el pasado. En su libro Otros mundos, dedicado a reconstruir la vida en la Tierra en un fascinante viaje al pasado más remoto, Thomas Halliday nos cuenta que hace millones de años el Mediterráneo estaba seco. Europa y África aún no se habían distanciado, y Sicilia, si no recuerdo mal de mi lectura, era el pico más alto de esa inmensa cuenca seca que nadie podría imaginar llena de agua y de peces, de pecios y náufragos.

Todo cambia y no sabemos verlo en el momento, como no sabemos percibir los mínimos cambios que día a día nos convierten en nuestros padres. Acaso nos vendrían bien sueños más largos, el tiempo suficiente para adaptarnos a la vida y a sus caprichosos tatuajes, y abrir nuestros ojos a una luz viejísima, vestida con nuevos nombres, como una diosa fenicia, siempre en asombro, siempre conscientes de habitar un enorme y profundo e irrepetible enigma.

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