Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Vivimos en la Edad de Oro de los ofendidos. O de los ofendiditos, que suena mejor. Como tenemos la suerte de no sufrir bombardeos desde hace décadas, y como las invasiones que padecemos ahora tampoco es que sean muy bárbaras, para poder pedir socorro con algún fundamento, a muchos chavales no se les ocurre nada mejor que buscar pretextos en ciertas causas que hace unos años habrían pasado por auténticas gilipolleces. (No digo chuminadas, por si acaso se me ofenden.)

Perdida la batalla en las reivindicaciones clásicas, a esos chavales se les está reconduciendo para que, en vez de protestar contra las salvajadas salariales y contra las escabechinas inmobiliarias que les tocará padecer, dirijan mejor su rabia contra estas pijadas de la corrección política, que entretienen bastante también y que además tienen la ventaja de no molestar a los poderes encargados de tomarles el pelo.

Por eso no hay que extrañarse de que uno de los mayores revuelos desatados durante los últimos días haya tenido que ver con la letra de una canción -bastante ñoña por cierto- en la que se decía la palabra mariconez. Y se ha desatado el revuelo porque un par de chavales, que pretenden triunfar sobre los escenarios sin decir palabrotas, se negaron a pronunciar lo que les parecía una monstruosidad contra la especie humana en general y contra los homosexuales en particular.

Precisamente estos días andaba yo leyendo las memorias de Terenci Moix, que no escatima a la hora de llamar mariconadas a todas aquellas cosas que a él se lo parecían. Pero claro, eran otros tiempos y había otras luchas pendientes antes de pararse a plantear si, después de hablar de mariconadas, habría que lavarse la boca con lejía, como gustaba decir a los curas de mi infancia.

No hay por qué extrañarse, ya que el negocio de los ofendidos es boyante. Con los mismos mecanismos que empleaban los censores para mutilar películas, hoy se patrocinan observatorios que dan de comer a mucho inquisidor, a cambio de meter la tijera en las publicidades y en los programas de la tele, no vaya a ser que los consumidores veamos cosas que no deberíamos ver. Tal vez por eso hay un resurgimiento del puritanismo más auténtico (el que se ofende hasta con las canciones cursis) y se ha creado una especie de policía lingüística, que quiere retirar del diccionario ciertas palabras ofensivas (como si las palabras se hubieran inventado solo para felicitar los cumpleaños).

Ya no se le pintan a Marilyn Monroe jerséis de cuello alto para disimular aquellos escotazos (como cuenta Terenci Moix que se hacía en las revistas de su época). Pero tampoco andamos lejos de prohibir los cuadros de Picasso -que son una muestra descarada de pintura heteropatriarcal- ni de descolgar los lienzos de Velázquez, cuyo talento no le impidió pintar enanos sin ningún miramiento. Habrá que borrar del mapa las películas de Berlanga, erotómano confeso, y los versos de Ana Rossetti, que será mujer pero dedicó un poema a cierto maromo que llevaba vaqueros marcando paquete. Algún día lo pagará.

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