IMAGINE por un momento que habría respondido usted si hace unos años le dicen que una ministra de España en su discurso de campaña va a hablar de niños, niñas y niñes o de todos, todas y todes. En el instante que escribo niñes, el revisor del procesador de texto me chilla y he tenido que agregar el inútil vocablo al diccionario del corrector, que si fuera humano, estaría hiperventilando. El lenguaje inclusivo además de idiota es tedioso, alarga hasta el infinito cualquier texto y es caprichoso. La ministra no hace esto porque sea tonta como piensan muchos, por falta de una mínima cultura o porque sea uno de los dogmas del evangelio de la manida corrección política. Lo hace porque forma parte del guion de un cambio social orquestado que no nace en nuestro país, sino como casi todo lo bueno y malo de este Occidente empeñando en suicidarse, exportado de la escuela americana que parasita hace décadas en la universidad y en círculos de cuestionado prestigio intelectual. Y nos lo estamos tragando en dosis cada vez menos sutiles. No me quedo con la extravagancia gramatical de su intervención; lo que me horroriza de su discurso es el empeño en manipular algo tan personal y complejo como la identidad y la condición sexuada reduciendo procesos personales a veces inciertos y no pocas veces traumáticos a estándares superficiales; habla de políticas públicas de identidad con descaro y se permite el lujo de apropiarse de experiencias ajenas.

Ellos hablan siempre en nombre de todo el pueblo o de todas las mujeres o de una mayoría social que solo existe en sus cabezas y lo hacen en nombre de la diversidad y el respeto cuando son expertos en etiquetar, uniformar y excluir a quien no pase por el estrecho de sus embudos mentales. Malos y malas son las personas; males son los que nos depararán las ideas de estos iluminados.

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