EN estos días comienza un nuevo curso escolar; ya en algunas regiones los niños están en sus colegios. Aquí esperaremos al diez de septiembre para que, de nuevo, esa realidad viva que es una escuela en pleno funcionamiento sea el auténtico hecho que debe ser. El curso pasado se dio una lección social de cómo se ha de actuar para que todo fuese una verdadera normalidad en medio de las incongruencias de los políticos que están muy al margen de lo que es lo real del día a día. Sin las tonterías espurias e interesadas que se llevaron a cabo los meses duros del Confinamiento, con vacíos absolutos, sin saber a qué atenerse, con el Profesorado agobiado por las normas descabelladas que se dictaban por tontas mentes desinformadas y, a veces, con bastante falta de ideas, con los padres, más agobiados todavía, por lo que le caía a sus hijos y, por extensión, a ellos; el curso pasado se dio un paso adelante y fue un acierto casi total. Acierto porque al frente de los colegios y de los institutos había gente trabajadora y profesional; personas implicadas que sabían qué hacer -muchas veces pasando por encima de las pamplinas oficiales- y que lucharon denodadamente para que sus alumnos tuvieran un mínimo de claridad entre tanta oscuridad estúpida. Este curso parece que empieza con un poco de mayor tranquilidad; los adolescentes vacunados y los pequeños en el camino de hacerlo. Les deseo a mis antiguos compañeros que sigan siendo maestros antes que profesores funcionarios, que no se dejen avasallar por las medidas que dictan políticos ajenos a las aulas; que actúen con la verdad que siempre les ha guiado. Compañeros antiguos que lo tienen bastante crudo con una Ley Educativa redactada por una Señora con menos tejas que un cine de verano. Una ley de burros para formar ciudadanos burros que puedan, en un futuro, elegir a políticos burros. Y por si algún imbécil cree que me meto con los burros, pido perdón a los burros.