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SUPERANDO EL TEST DE BECHDELDicen diego los que dijeron digo

Hay géneros que no podrían cumplir el test por razones más que obvias; por ejemplo, el bélico

Esta semana me he enterado de la existencia del Test de Bechdel, un método para evaluar lo que se conoce como brecha de género, tanto en el cine como en series, cómics, obras de teatro, etc. El origen de esta prueba de fuego del feminismo está una tira cómica, The rule, publicada por Alison Bechdel dentro de su obra Dykes To Watch Out ForUnas lesbianas de cuidado– en la que una de las protagonistas proclama que sólo iría a ver una película que contara con más de dos personajes femeninos, que además, hablaran entre ellas y que el asunto principal de su conversación no se refiriera a los hombres. Infinidad de obras maestras del cine o del teatro no pasan el test. Sea el Julio César de Shakespeare, las adaptaciones del Quijote, Casablanca, Ciudadano Kane, El Padrino o cualquier obra del maestro Ford, con la segura excepción del magnífico broche de oro a su carrera que es Siete mujeres. Por no recordar que hay géneros que no podrían cumplir el test por razones más que obvias; por ejemplo, el bélico, si quiere ser mínimamente fiel a la realidad histórica aunque todos conozcamos situaciones excepcionales más de una vez llevadas a la gran pantalla.

El test, que no parece ser más que una curiosidad para analizar cualitativamente una obra artística o decidir qué queremos ver, no debería tener mayor trascendencia. Pensemos que podríamos idear pruebas similares para analizar la presencia de cualquier grupo humano en el cine o el teatro. Se trate de discriminar por edad –ancianos o niños–, raza –negros, orientales, etc.–, complexión –gordos y flacos o altos y bajos– o cualquier otra circunstancia. Y también, y esto me parece infinitamente más importante, que cualquier limitación apriorística que nos impongamos en el disfrute del arte representa una absoluta mutilación de nuestra capacidad de aprendizaje.

Sin embargo, desde ciertos ámbitos, el Test de Bechdel se está convirtiendo en una especie de ordalía inquisitorial que suspende ad aeternum una creación artística, únicamente por no cumplir sus exigencias. Y, lo que es mucho peor, sea cual sea su calidad artística. El arte, nos guste o no su autor o las premisas desde la que crea, es el alma de una sociedad vibrante, abierta y libre, que nos ayuda a definir quiénes somos y nos permite ver el mundo a través de la mirada de otros e independientemente de cualquier exigencia previa nos enriquece como personas.

CUANDO observo la política española de nuestros días, tiendo siempre a pensar lo que disfrutarán mis colegas investigadores del futuro. Imagino el entusiasmo de los historiadores del siglo XXII desentrañando la interpretación de los resultados electorales de nuestros días, reflexionando sobre el papel de las redes sociales y las encuestas e indagando en las relaciones entre los partidos y los aspectos biográficos y prosopográficos del liderazgo. Disfrutarán tanto, seguramente, como ahora disfrutamos los que nos dedicamos a profundizar en las prácticas políticas del siglo XIX o en las tensiones ideológicas de la Segunda República.

Sin embargo, debo confesarles que ahora, viendo lo que veo, no disfruto mucho. Por el contrario, observo con suma preocupación la realidad política de una España crispada permanentemente por el ataque político y el insulto, que se niega a aceptarse a sí misma en su diversidad irrecusable y que oscila entre negar la existencia del otro y saltarse todas las líneas rojas para pactar con él con tal de alcanzar el poder. Sería, sin duda, mucho más fácil aceptar las leyes que nos hemos dado y que, a fin de cuentas, nos han permitido construir una democracia sobre las ruinas de una dictadura; pero ni siquiera esto es posible, al parecer, porque sobre las leyes hemos levantado una cultura política que lo deforma todo hasta dejarlo irreconocible.

Ya hace tiempo que, en un país en el que no existen elecciones para el poder ejecutivo, hemos hecho de nuestra capa un sayo y hemos adulterado el verdadero sentido de las elecciones al poder legislativo. Los discursos, la propaganda y hasta los debates eclipsan la figura de los diputados y senadores hasta convertir nuestras elecciones parlamentarias en falsas elecciones a la presidencia del Gobierno. Hagan una consulta a sus conocidos y familiares y comprobarán que ni siquiera conocen el nombre de sus representantes, devenidos en meros agentes o compromisarios. En el fondo, creen que han votado al líder de un partido para que sea él el que nos gobierne, aunque su nombre no apareciera en la papeleta que introdujeron en la urna. Quizás por eso el partido que gana quiere hacer valer que ha ganado unas elecciones ejecutivas, cuando, en realidad, solo ha podido ganar unas elecciones legislativas. En España, las elecciones al poder ejecutivo –lo dice nuestra constitución– no se ganan en las urnas, sino en una sesión del Congreso de los Diputados. Y, si esto no gusta, pues hay que cambiar la constitución, crear elecciones específicas para el poder ejecutivo, anular el papel del rey y, posiblemente, regular un sistema electoral de doble vuelta que permita a la ciudadanía conocer los pactos antes de ir al colegio electoral.

Con esto último, como poco, ya empezaríamos por ahorrarnos una buena parte de los conflictos y el tristísimo espectáculo de ver que dicen Diego los que dijeron digo.

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