Tribuna libreEl universo de María von Campo, relatos

Mauricio Gil Cano / Ángeles Bueno Trujillo / Escritora

Sabores del campo

03 de marzo 2011 - 01:00

EL próximo 5 de marzo de 2011 se cumplen sesenta años del fallecimiento en Madrid del escritor jerezano de vanguardia Francisco Burgos Lecea, que había nacido en la calle Santa Clara, número 7, de nuestra ciudad, el 2 de agosto de 1898. Muy joven, se trasladó a Madrid, donde trabajaría como empleado municipal. Allí publicó 'Xaicxi, delantero' (1928), 'Los caballitos del diablo' (1933) y otro volumen inencontrable: 'El cuaderno emborronado: libro de aguafuertes' (1933). En la capital de España estrenó, igualmente, dos obras de teatro en 1930, colaboró en prensa, se constituyó en propulsor de los nuevos valores a través de su incansable activismo cultural, dirigió la revista 'Frente literario' (1934) y fundó un movimiento de vanguardia al que llamó verticismo. Su maestría en el arte de narrar cosechó elogiosas críticas, así como el contenido ético de sus relatos.

La denuncia social en su obra se manifiesta como un revulsivo, donde también late una candorosa bondad que le lleva a proclamar: "Abajo la canallada, abajo la injusticia; que se apoderen de todos los poderes los individuos puros, los individuos íntegros, los individuos buenos". Burgos Lecea creía en la capacidad de acción de la literatura y su idealismo le llevará a abrazar políticamente el comunismo, pero enfrentado a la línea oficial del partido. Durante la Guerra Civil, utilizó su influencia para proteger a personas de derechas, víctimas del terror de las checas, entre ellas, el escritor Ricardo León, a quien salva de morir fusilado en 1936.

Tras penar en las cárceles de las ciudades de Madrid, Alcalá de Henares y Burgos, donde contrajo la tuberculosis, obtuvo la libertad condicional el 19 de diciembre del año 1950. Poco menos de tres meses después moriría, por hemorragia aguda, según su certificado de defunción.

Escritores como Marcos Ana o Manuel Amblard indican que, al verse incapaz de solventar la carestía en que había caído su familia, se arrojó por la ventana del quinto piso en que vivía. Tras su muerte, se cierne sobre su figura y obra el mayor de los olvidos, como si hubiera sido premeditadamente borrado de la historia.

Sin embargo, la vigencia de su textos resulta en estos tiempos de crisis de preocupante actualidad.

Francisco Burgos Lecea se sintió siempre andaluz y jerezano. En sus obras hay referencias al vino y al trigo de Jerez y a sus novias gitanas. Compara el amanecer con un candiel. Afirma que hay que "conectar la ciencia con el arte para producir la luz verticista, que es la Verdad vestida con un bello mantón andaluz repleto de rosas jerezanas". La genialidad de su literatura y su calidad humana constituyen un patrimonio que reivindicar.

CRUZAMOS la gavia haciendo equilibrios sobre las traviesas de tren. Detrás de María von Campo nos íbamos de excursión al pinar de aviación. Era una excursión especial porque atravesábamos las vías.

María con la cesta de la merienda iba delante. Mientras esperábamos el paso del tren comíamos moras de las moreras que sembró el abuelo cuando llenó el almacén de bateas muy grandes para criar gusanos de seda.

El pinar estaba cerca, sorteamos el retrete de la estación de La Parra y llegamos a las alambradas de la Base, allí por un pequeño tramo de alambre cortado pasamos al pinar.

El pinar sabe a pinar que es a lo que huele, y hay lentiscos y palmitos. Mientras nos acercábamos para coger piñones comíamos las palmichas. Las palmichas dejan la boca como un zapato, es como comerse una escoba seca y espesa. María nos reñía pero no nos importaba, destilábamos su licorcillo entre los dientes que ya no volvían a ser los mismos.

María no paraba de decirnos que dejáramos de comer cosas, que nos íbamos a poner malos y no íbamos a querer merendar. Pero cogíamos los juncos del arroyo tirando con fuerza y mordíamos la punta blanda y blanca y corríamos a coger zarzamoras negras.

María sacó de la cesta de la merienda una lata enorme de mortadela y una telera de pan. Abrió la lata por un lado y después por el otro y cogiéndola con sus enormes manos la sacudía intentando que la mortadela saliera por un extremo para cortarla. Todos esperábamos a su alrededor con el pan de nuestro bocadillo.

-Uno, dos, tres…- coreamos todos, pero no salía.

-Uno, dos, tres…- no salía. Y la cara de María se ponía más y más roja del esfuerzo tan grande que hacía para sacarla.

Cogió fuerzas y… -Uno, dos, tres…- y la mortadela fue a destrozarse a unos pocos de metros de nuestros pies y… merendaron las hormigas.

María me preguntó si me quedaban zarzamoras.

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