En tránsito
Eduardo Jordá
Vivienda
Cuchillo sin filo
La salvación está en el topónimo de ese país. El Salvador. El 24 de marzo de 1980, la ultraderecha asesinó a monseñor Óscar Arnulfo Romero mientras oficiaba la misa en la catedral de la capital de ese país centroamericano. No les debía hacer mucha gracia oír una y otra vez la parábola de los ricos, el camello y el ojo de la aguja en un país que se desangraba de pura pobreza y de injusticias. Casi cuatro décadas después, el primer Papa americano de la historia ha presidido en Roma la beatificación de monseñor Romero. La víspera mi mujer y yo entramos en la iglesia del Salvador de Sevilla, la antigua mezquita convertida en Colegiata que fue objeto de una profunda restauración. De uno a otro lado del Atlántico, el legado de monseñor Romero está en el dolor cercano e inabarcable del Nazareno de Martínez Montañés, el Señor de Pasión. La iglesia respiraba sosiego y tranquilidad, a diferencia del bullicio de la gente que bebía cerveza bajo los soportales. En el patio está la casa de los Mendoza, varias generaciones de campaneros. Una placa recuerda el trabajo enorme de Juan Garrido Mesa, un cura posmoderno que literalmente dio los últimos años de su vida en la recuperación de esta iglesia de donde sale Jesús para ser aclamado entre palmas a lomos de su borriquita y de donde también lo hace camino del Gólgota para morir por todos. Viaje en una sola palabra, Salvador, el nombre del pintor Dalí, del poeta Espriu, del dramaturgo Távora, que desertó de la tauromaquia el día que un toro acabó en Palma de Mallorca con la vida del rejoneador Salvador Guardiola. Monseñor Romero murió como un santo y como un santo es reconocido por la Iglesia. Compatriota de Mágico González, aquel futbolista que sorprendió a todos en el Mundial de España de 1982 pese a que la selección de El Salvador perdió 10-1 con la de Hungría. En Cádiz se convirtió en un ídolo, en un icono urbano procedente de un país donde se vive de milagro, en las antípodas de estos derroteros burgueses donde la autocomplacencia ha dinamitado el milagro de la vida. La muerte de Romero sigue llenando de vida su legado, propicia una resurrección cotidiana que salva y purifica y le pone nombres y apellidos a los perversos que empujan al camello para que entre por el ojo de la aguja delante de sus caudales y fortunas fraudulentas.
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