HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Símbolos del poder

UNA de las formas más sutiles de mentir, y la más perversa, es contar las cosas a medias. En cualquier manual elemental de antropología se hace referencia a los símbolos del poder para establecer una jerarquía, no por vanidad simple, sino porque la especie humana es jerárquica y se desordena cuando no sabe quien es el jefe. Le pasa un poco como a los perros pero pasando el asunto por la razón. Desde los orígenes del hombre, determinadas funciones dentro del grupo humano se hacían saber por medio de símbolos externos: diademas o plumas en la cabeza, collares, brazaletes, bastones, o escudos y se establecían unas distancias para darle cierto misterio sagrado a la autoridad. Los pueblos primitivos tenían la precaución de elegir jefe al más hábil, astuto y rico, porque era el que defendería el territorio con más eficacia y porque era el que más tenía que perder.

Con el tiempo las etiquetas y protocolos se complican hasta llegar a ser engorrosos y a partir de finales del siglo XVIII, con las revoluciones, se van simplificando, pero no se extinguen. El presidente de la más democrática república actual viste como un ciudadano corriente para dar a entender que es uno más entre sus compatriotas. Puede ser sencillo porque sabe que no lo es. En cuanto hay un ceremonial aparece la guardia vestida de gala, suenan los himnos, ondean las banderas, preside desde un lugar eminente y lleva algún símbolo de su dignidad: un collar, una banda o una condecoración. El instinto humano sabe que es el jefe y acepta de manera natural que se ponga por encima de los demás como primer representante del Estado. Vive en un palacio con una organización interna complicada y allí recibe con pompa a las altas jerarquías que vienen de visita. A nadie le extraña que el acceso al presidente sea difícil.

Bien, pues esto, sabido y aceptado en todas partes, no vale si se trata del Papa o de la Iglesia. Entre las grandes tonterías que se han dicho con motivo de la frustrada visita del Benedicto XVI a la Universidad de la Sapienza, aparte de recordar a Galileo sin interés alguno por saber la verdad sobre Galileo, está el que iba a presentarse vestido de papa, con sus vestiduras bordadas de los pies a la cabeza. Los demagogos contra la Iglesia, además de empeñarse en no estudiar a Galileo, quieren una Iglesia pobre, fea, inculta, sin obras de arte, liturgia, misterio ni sacralidad, sin libertad para transmitir el mensaje cristiano y defender a los débiles del poder político. Una Iglesia así desaparecería pronto. Y de eso es de lo que se trata: criticar su estética y su riqueza no porque los críticos sean buenos y virtuosos, sino porque saben que con ellas la Iglesia es poderosa para persuadir del bien, para llevar a todo el mundo su espíritu de paz y misericordia, para ser popular sin ser vulgar. El poder político teme a la libertad.

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