Cuando se inició la televisión nos bastaba con tener una sola cadena. Luego hubo dos, después tres y así nos seguimos hasta la actualidad, en la que por tanta oferta de programas se termina haciendo zapping y yendo de un canal a otro hasta aceptar que no hay nada que de verdad merezca la pena ver. El mando a distancia nos hace ejercitar con los dedos una gimnasia rítmica que no siempre encuentra lo deseado. Tenemos series y películas que rebasan nuestra capacidad de atención y de tanto recorrer los títulos se puede adivinar cómo serán abordados los temas dependiendo del país y de quién las produzca.

Cada persona encontrará algo que al final la retenga aunque sea por unos minutos. En mi caso, lo que más me entretiene son las recetas de cocina. Hace años nadie imaginaba el auge que tendría el oficio que practicaban nuestras bisabuelas, abuelas, madres, tatas, etc. Ahora, cosas sencillas de toda la vida se presentan con un falso halo de inspiración que decepciona.

Envuelta en tanta jerga culinaria, se me ocurrió echar un vistazo a los libros y cuadernos de recetas escritos de puño y letra por mis antepasadas y me di cuenta de que no le piden nada a los grandes chefs de la televisión. Al contrario, se nota que meterse en la cocina tenía un objetivo superior. Mi abuela, por ejemplo, anotó que era recomendable agregar sobre el guiso de carne un puñado de pétalos de rosa, que además de darle un hermoso colorido al plato le dirían al marido que se había cocinado con amor, pensando en él, en sus gustos y preferencias.

En las recetas de mi madre descubrí una serie de asteriscos que marcaban el ingrediente que tenía que destacar de acuerdo a lo que a cada miembro de la familia le satisfacía más. Así, a las salsas se les ponía un toque de canela cuando estaban dedicadas a mi abuelo o un buen picante si eran para mi padre.

Ninguna obtuvo una estrella Michelin, ni fue galardonada con algún premio. Su mejor recompensa era halagar a la familia, verlos felices y hacerles sentir amados. Lo esencial lo tenían claro.

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