El afinador de fuentes (Capítulo 27)
Lecturas contra el coronavirus
Al día siguiente de la conversación que los Corbacho habían mantenido con Serafín, el cochero del marqués, se reunieron en la choza de Juan Ruiz, un vecino de El Alcornocalejo, Pedro y Francisco Corbacho, Roque Vázquez y Cayetano de la Cruz, los mismos que habían participado en la comisión que ordenó la muerte de ‘El Blanco de Benaocaz’.
Juan Ruiz dijo:
–Los Corbacho me han pedido que os reúna porque hay un problema muy grave con lo de ‘El Blanco’.
–¿Qué pasa? –preguntó Cayetano alarmado–.
–Pues resulta –contestó Pedro Corbacho– que una señoritinga se ha metido en el asunto, y antes de ayer fue a El Valle a hablar con Monteagudo, el padre de ‘El Blanco’. El caso es que después de leer la carta que le mandamos desde Barcelona le ha dicho que denuncie la desaparición de su hijo a la Guardia Civil y al juzgado y que, si no hacen caso, ella hará que intervenga si hiciera falta hasta el Ministro de la Gobernación. La cosa, como veis, está muy cruda.
Cayetano sintió un escalofrío, porque tuvo un presentimiento.
–¿Y quién es esa señoritinga? –preguntó–.
–Pues la hija del marqués ese de las bodegas de brandy –contestó Francisco–. La asquerosa nos quiere mandar al garrote.
Cayetano se dijo que tenía que disimular la impresión terrible que le había producido oír por boca de Francisco Corbacho el nombre de aquella señorita a la que él le había confesado su crimen en el tren. “Yo la he metido en esta trampa”, se dijo.
–Sí, la muy puta –contestó simulando enfado–.
Pedro Corbacho dijo:
–No he pegado ojo en toda la noche y he ideado un plan. A ver qué os parece: lo primero que tenemos que hacer es firmar una orden de muerte contra esa puta rastrera, diciendo a los demás de la comisión que ha vejado a sus criadas golpeándolas con la fusta y arreándolas para que trabajen, como si fueran bestias; después tenemos que matarla, pero inmediatamente, porque antes de una semana, como mucho, vuelve su abogado de viaje. Y lo más importante de todo: tenemos que ver cómo matarla.
–¿Qué quieres decir con eso de que cómo matarla es lo más importante? –preguntó Roque Vázquez–.
–Pues que esa mujer no es ‘El Blanco’, que era un colillero –respondió Pedro–. Es nada menos que la hija de un marqués con mucho poderío, y si muere de un tiro o una puñalada o la secuestramos para matarla, no solo intervendrán los civiles, sino hasta los militares, porque también a ellos mandará el ministro.
–¿Y entonces, qué has pensado? –preguntó Cayetano–.
–Que debemos matarla de tal manera que no se pueda saber que ha muerto ejecutada por el pueblo.
–¿Te estás refiriendo a tirarla, por ejemplo, por un barranco, como si se hubiese despeñado mientras montaba? –preguntó Cayetano–.
–No, habría que arrojar también al animal y eso me daría mucha pena. He pensado en un veneno, pero no uno cualquiera –replicó Pedro–. Tiene que ser uno que no deje huella, porque si la deja, la cosa quedaría tan clara como si la hubiésemos matado de un tiro o un navajazo. El ejército tomará cartas en el asunto y pobre de nosotros: si nos cogen nos juzgará un tribunal militar y nos veremos fusilados en dos días.
–¿Y dónde encontraremos ese veneno?
–Pues lo he estado pensando y creo que la solución está en que mañana mismo vayamos a ver al compañero don Senén, el boticario de El Plantío, y le digamos que hemos condenado a muerte a un sargento que ha violado a la hija de uno de la hermandad. Como su hija también fue violada y después asesinada por aquel calero de Villanueva al que ejecutamos nosotros porque la policía no encontraba pruebas de su crimen, seguro que no pondrá muchos problemas.
–¿Y si pregunta que por qué no se le descerraja un tiro a ese militar, como se hizo con ‘El Blanco’? -preguntó Roque Vázquez–.
–Ya lo tengo pensado. Le contestaremos lo que os acabo de decir: que si matamos a un militar será el ejército quien investigue su muerte, y eso es un peligro no solo para nosotros, los de la comisión, sino para la hermandad misma.
–Me parece bien tu plan –contestó Pedro, su hermano, sonriendo–.
–Y a mí –dijo Francisco–.
–Y a mí –repitió Roque–.
–Lo mismo a mí –afirmó Juan Ruiz–.
Cayetano no dijo nada. Solo trató de disimular su angustia tremenda. “Tengo que cavilar lo que sea para evitar que la asesinen”, se dijo.
Pedro Corbacho y Juan Ruiz se presentaron por la tarde en la botica de El Plantío.
Don Senén estaba atendiendo a una mujer y con un movimiento de cabeza, les indicó que pasaran a la rebotica.
Ellos lo hicieron y al poco apareció el boticario.
–No me gusta que os vean por aquí –dijo en tono seco–. Os he repetido mil veces que las cosas de la hermandad se arreglan en la hermandad o en la choza de alguno de vosotros, pero nunca en mi botica.
–Perdone, don Senén –respondió Juan Ruiz–, pero se trata de un asunto muy grave y urgente. La comisión ha dictado pena de muerte contra un sargento que ha violado a la hija de uno de los nuestros.
–Me parece justa la pena. ¿Qué queréis de mí?
–Hemos pensado –contestó Pedro Corbacho–, que si nos cargamos a ese hijo de puta por las bravas intervendrá el ejército, porque los militares no van a quedarse con los brazos cruzados sabiendo que se han cargado a uno de los suyos. El caso es que creemos que lo mejor es quitárnoslo de en medio con un veneno que no puedan descubrir los médicos. ¿Conoce usted alguno?
Don Senén se quedó mirándolos. Había algo en la actitud de ambos que le resultaba sospechoso. “Es normal que no me fíe –se dijo–, éstos nunca son del todo claros. Aunque trayéndose lo que se traen entre manos, a lo mejor yo tampoco lo sería”.
–Cualquier médico –explicó– advertiría una muerte por envenenamiento si se usa cualquiera de los venenos habituales. Tendría que ser uno poco corriente y que se pueda conseguir sin tener que dar explicaciones de para qué se va a utilizar.
Se dirigió a una estantería y cogió una libreta con pastas de hule. La estuvo ojeando hasta llegar a una página. Levantó la vista y dijo:
–Aquí está: la ricina. Es poco conocida porque solo se usa como veneno desde hace unos cuantos años. Además, la planta es fácil de conseguir. Aquí mismo en el monte he visto varias, los pastores la llaman “higuera infernal”. Una vez que me haya hecho con la planta, será fácil procesarla en la botica… Sí, creo que la ricina es la mejor solución para acabar con ese sargento sin dejar pistas.
–¿Tardará mucho en morirse? –preguntó Pedro–.
–Depende –respondió don Senén– de si entra en el cuerpo por ingesta, por inhalación o por inyección. Si es por ingesta, los primeros síntomas empezarán a producirse a las seis horas; si es por inhalación o por inyección, a las ocho. Lo normal es que la muerte se produzca en un día y medio o dos.
–¿Y usted cómo ve mejor que se le envenene? –preguntó Juan Ruiz–.
–Sin duda, por inhalación… respirándola quiero decir. Los otros dos medios son más complicados: para administrarla por la boca se necesitaría encontrar a alguien de mucha cercanía con ese sargento. Igualmente, hacerlo sirviéndose de una aguja hipodérmica tiene el inconveniente, primero de que va a dejar huella en su piel; y después, que quien lo haga tendrá que enfrentarse con él cuando se la inyecte. Por inhalación, en cambio, es más fácil, sobre todo porque para matar solo hace falta una dosis muy pequeña: cabría en la cabeza de un alfiler.
–¿Ese veneno lo matará seguro? –volvió a preguntar Juan Ruiz–.
–No se conoce antídoto contra él, pero también es verdad que hay veces en que falla… Muy pocas, desde luego, si la dosis administrada es suficiente. Aunque la solución es sencilla: si no conseguís cargároslo a la primera, repetís el intento y ya está.
Corbacho y el otro se miraron sonriéndose.
–¿Y cómo conseguiremos que respire el veneno? –preguntó Juan Ruiz–.
El boticario se quedó pensando. Al cabo contestó:
–Prepararé el veneno en forma de polvo y espolvorearé con él el interior de un sobre, que cerraremos con cola para que solo se pueda abrir la solapa con un abrecartas o un cuchillo. En cuanto ese sargento la corte, el veneno se esparcirá por el aire y se introducirá por su nariz y su garganta.
–Parece buen plan –replicó Juan–.
–Solo debéis aseguraros –advirtió el boticario– de que sea el sargento quien abra la carta.
Corbacho y el otro volvieron a mirarse. Dijo Ruiz:
–Para tener la seguridad de que nadie que no sea ese cabrón la abra, tendremos que contar con la ayuda de alguien cercano a él… Se me está ocurriendo quién.
Hizo una pausa y preguntó al boticario:
–Muy bien, don Senén. ¿Cuándo podría usted tener preparado el veneno? Hay que cargarse a ese hijo de puta lo más pronto posible. Se dice que lo van a destinar ya mismo a África y, si cruza el estrecho, adiós ejecución.
–Dadme tres o cuatro días –respondió el boticario–.
Se habían despedido ya de él, cuando Corbacho se dio la vuelta y le preguntó componiendo una mueca extraña:
–Don Senén, una curiosidad: ¿Sufrirá ese cabrón antes de morirse?
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