Veritas Veritatis
Procastinados
Lecturas contra el coronavirus
La marcha de Mencía había sumido a Jacobo en sensaciones contradictorias. Por una parte, le preocupaba que trascendiera esa visita clandestina que acababa de hacerle; por otra, su confesión de que correspondía a su amor lo llenaba de un gozo ingobernable.
Se oyó un griterío de niños jugando y decidió subirse al camastro con la intención de ver el exterior de aquel cuartucho en el que permanecía encerrado. Por las conversaciones de transeúntes que de vez en cuando se oían, suponía que daba a una calle o una plaza y necesitaba ver gente moviéndose libremente.
A pesar de empinarse todo lo que pudo en el cabecero no lo consiguió, porque el ventanuco estaba demasiado alto. Oyó entonces, junto a su celda, una voz de borracho protestando vivamente y la de un guardia que decía: “Ya sabes que hasta que no se te pase la pea no te vamos a soltar, Coloraíto. No sé por qué protestas de que te encerremos, si cada vez que te emborrachas y formas una bronca acabas aquí. Y como tienes muy mal vino y no hay día que no la cojas, ya eres más del cuartelillo que este manojo de llaves”. Y rió villanamente, haciéndolo sonar contra las rejas mientras salía.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando los ronquidos de aquel borracho se unieron al coro formado por los de otros dos que también habían sido detenidos un rato antes.
Jacobo se sintió todavía más desalentado.
Don Rafael no lo visitó esa tarde, sino al día siguiente después de comer. “Este Romero se va a hacer de oro a costa de su sargento y de mi detención”, se dijo Jacobo.
–Ayer tuve un juicio fuera y no pude venir por la tarde –se excusó el abogado–.
Jacobo le informó del plan que se había urdido contra él, pero sin contarle –aunque tampoco don Rafael se lo preguntó– quién se lo había revelado.
–Pues si esta tarde le van a tomar declaración me marcho ahora mismo hacia su casa. ¿Dónde dice que tiene el decreto de concesión del título?
–En mi despacho, enmarcado y colgado en la pared, detrás del sofá.
–Bien, voy para allá enseguida. Le había traído algo de picar, pero Romero no ha consentido que le pase comida. Dice que su jefe terminará sospechando que ha tenido comunicación con alguien. Tampoco he insistido mucho porque veo que tiene razón: no nos conviene que el sargento sepa que no ha estado usted totalmente incomunicado.
–De acuerdo… Por cierto, ¿Cómo están mis padres?
–Lógicamente, preocupados. Sin embargo, cuando conozcan el delito del que se le acusa espero que dejen de estarlo: podemos demostrar que usted se atribuye legítimamente el título de marqués de Fuentes.
Una vez fuera del cuartelillo, don Rafael se dirigió en su coche a casa de Jacobo.
Tocó la campanilla y Juana abrió la puerta. El abogado cruzó rápidamente el patio en dirección al despacho de Jacobo, mientras le decía:
–Tengo que llevarme uno de los cuadros del despacho de don Jacobo. Uno que está colgado en la pared, detrás del sofá.
–Está ahí, en la pared de la derecha –contestó ella–.
–¿Dónde? –preguntó don Rafael.
Juana entró:
–Aquí, ¿no lo ve?
Se le escapó un grito. En la pared se veía una alcayata desnuda.
–¿Pero dónde está? ¿Quién ha podido llevárselo? –exclamó Juana con cara de pasmo–.
En ese momento apareció Carmen, la madre de Jacobo.
–¿Ocurre algo? –preguntó alarmada–. He oído un grito.
–¿Sabes dónde está el cuadro del título de tu hijo? –le preguntó Juana–.
–No, la última vez que lo vi le estaba limpiando el polvo esa mujeruca que contrató, la pedigüeña.
–Nunca me gustó –replicó Juana–, porque es una mentirosa. Nada más verla me di cuenta de que sus pechos son grandes, pero demasiado tiesos como para estar criando a un niño. ¡Si lo sabré yo que he dado de mamar a cuatro, y me conozco bien cómo se quedan los pechos mientras se está amamantando! Lo que no comprendo es para qué querrá el cuadro. El papel es muy lujoso, con ese montón de sellos y escudos, pero ni se entiende lo que dice porque está escrito en extranjero…
–Señoras, no se trata de un simple hurto, sino parte de un plan para perjudicar a don Jacobo. ¿Saben ustedes dónde vive esa mujer?
–Yo no –respondió Juana–, pero sé que ayer se fue a su casa en una calesa que la esperaba en la puerta. Me llamó la atención que se gastara el dinero en alquilar un coche. No me podía imaginar que lo que buscaba era que nadie la viera cargando el cuadro por la calle.
–¿Y podría identificar al cochero? –preguntó don Rafael–.
–Es que la vi desde arriba, por el cierre del salón. Solo vi el coche de refilón: era rojo.
–Pues nos pondremos enseguida a buscar al cochero, a ver si recuerda dónde la dejó. No será fácil porque hay más de cien coches en la ciudad y casi todos pintados de rojo, pero la encontraremos, aunque sea preguntando cochero por cochero.
Don Rafael salió rápidamente de la casa. Miró su reloj: las seis. “Seguro que ‘El Tabardillo’ está ahora en el casino”, se dijo.
–Al casino –ordenó al cochero–.
Mientras el coche cruzaba plazas y calles estrechas, don Rafael se sentía enormemente preocupado porque su intuición profesional le decía que aquella trama contra su cliente estaba muy bien urdida.
Sumido en esta grave preocupación, miraba don Rafael las largas fachadas blancas de las bodegas, con ventanas a la altura de las carreras cubiertas con esterones de esparto. No parecía que estuviera cruzando una de las ciudades más industriales del país, ya que no se veía en ella chimeneas ni humo. Ocurría lo mismo en todas las ciudades que tenían la suerte de vivir del vino, que es industria de interiores, penumbras y silencio. El vino, para hacerse, no requiere labores ruidosas ni una compleja manufactura, sino que –por lo menos, el de aquella comarca– se hace a sí mismo: primero, el mosto; luego, el desliado, la añada; después, el trasiego a las criaderas; de ellas, a las soleras y, por fin, el embotellado.
Su inquietud aumentó todavía más cuando, al llegar al casino, el conserje le informó de que ‘El Tabardillo’ se encontraba en la feria de un pueblo de la sierra tratando la venta de unas reatas de mulas, y de que –según había oído decir a otro socio– estaría allí por lo menos una semana.
Don Rafael sintió que la desesperación le podía. El corazón empezó a latirle como si quisiera escapársele del pecho.
Pronto, sin embargo, recuperó su aplomo y escribió allí mismo una nota, encargándole a un botones que la llevara a casa de ‘El Tabardillo’, advirtiendo a quien la recogiera que se trataba de un asunto que no admitía demora alguna. En la nota le pedía que, tan pronto como llegara, acudiera enseguida a su despacho.
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